jueves, 19 de julio de 2012

Extracto de "El Atentado"


"—Mi esposa ha muerto. Pero antes de volarse en medio de una pandilla de escolares vino a esta ciudad a encontrarse con su gurú. Me cabrea mucho que haya preferido a unos integristas antes que a mí —añado, incapaz de contener la rabia que me invade como una marea oscura—. Y me cabrea el doble no haberme olido nada. Confieso que me cabrea mucho más esto último que lo demás. ¡Islamista, mi mujer! ¡Y desde cuándo, vamos a ver! Eso sigue sin entrarme en la cabeza. Era una mujer de hoy. Le gustaba viajar y nadar, tomarse una granizada de limón en la terraza de las heladerías, y estaba demasiado orgullosa de su pelo para ocultarlo bajo un velo... ¿Qué le habéis contado para convertirla en un monstruo, una terrorista, una integrista suicida, a ella que no podía oír llorar a un cachorro?
Está decepcionado. Su estrategia de encanto, que debió de ensayar durante horas antes de recibirme, parece no dar resultado. No esperaba mi reacción y había contado, mediante el montaje rocambolesco de mi rapto consentido para traerme hasta aquí, con impresionarme hasta ponerme en situación de inferioridad. Ni siquiera sé de dónde me viene esa insolencia agresiva que hace que me tiemblen las manos sin que se me resquebraje la voz y que me lata el corazón sin que flaqueen las rodillas. Atrapado entre la precariedad de mi situación y la rabia que me producen la altivez y el disfraz de mal gusto de mi huésped, opto por la temeridad. Necesito demostrar a las claras a ese tiranuelo de opereta que no le tengo miedo, decirle en plena cara la repugnancia y la hiel que los energúmenos de su especie segregan en mí.
El comendador se tritura una y otra vez los dedos sin saber por dónde empezar:
—No aprecio la brutalidad de tus reproches, hermano Amín —acaba suspirándome—. Pero lo achaco a tu pena.
—Puedes achacarlo a lo que te apetezca.
Su rostro se inflama.
—Nada de groserías, te lo ruego. No lo soporto. Y menos en boca de un eminente cirujano. He aceptado recibirte por un solo motivo: explicarte de una vez por todas que no te sirve de nada montar el número en nuestra ciudad. Aquí no hay nada para ti. Querías entrevistarte con un responsable de nuestro movimiento. Pues ya está. Ahora regresa a Tel Aviv y pon una cruz a esta entrevista. Otra cosa: no conocí personalmente a tu mujer. No actuaba bajo nuestra bandera, pero hemos apreciado su gesto.
Me mira con ojos incandescentes.
—Una última observación, doctor. De tanto querer parecerte a tus hermanos de adopción estás perdiendo el discernimiento de los tuyos. Un islamista es un militante político. Su única ambición es instaurar un Estado teocrático en su país y gozar plenamente de su soberanía y de su independencia... Un integrista es un yihadista radical. No cree en la soberanía de los Estados musulmanes ni en su autonomía. Para él son Estados vasallos destinados a disolverse en un solo califato. Porque el integrista sueña con una umma indivisible que se extiende desde Indonesia hasta Marruecos para, de no conseguir convertir Occidente al islam, avasallarlo o destruirlo... Nosotros no somos islamistas o integristas, doctor Jaafari. Sólo somos los hijos de un pueblo expoliado y humillado que luchan con los medios de que disponen para recuperar su patria y su dignidad, ni más ni menos.
Me mira fijamente para comprobar si he asimilado su discurso; luego, sumido en la contemplación de sus uñas inmaculadas, prosigue:
—No he conocido a tu esposa, y lo lamento. Tu mujer se merecía que le besaran los pies. Lo que nos ha ofrecido con su sacrificio nos conforta y nos instruye. Entiendo que te sientas engañado. Es porque aún no has entendido el alcance de su acción. Por ahora, tu amor propio de esposo se sigue doliendo. Un día acabará cediendo y verás más claro y más allá. Que tu esposa no te dijera nada acerca de su lucha no significa que te traicionara. No tenía nada que decirte, ni cuentas que rendir a nadie que no sea Dios... No te pido que la perdones —¿y de qué sirve el perdón de un marido cuando se goza de la gracia de Dios?—; te pido que pases página. El culebrón sigue.
—Quiero saber por qué —digo tontamente.
—¿Por qué qué? Es su propia historia, una historia que no te concierne.
—Yo era su esposo.
—Y ella no lo ignoraba. Si no quiso contarte nada, sus razones tendría. Con esa actitud te descalificaba.
—¡Pamplinas! Tenía obligaciones conmigo. Una no se escaquea así como así de su marido. Por lo menos, de mí no. Jamás le falté. Y ella también acaba de joder mi vida, no sólo la suya. Mi vida y la de diecisiete personas que no conocía de nada. ¿Y me preguntas por qué quiero saber? Pues lo quiero saber todo, toda la verdad.
—¿Qué verdad, la tuya o la suya? ¿La de una mujer que supo ver dónde estaba su deber o la de un hombre que cree que basta con apartar la vista de un problema para que desaparezca? ¿Qué verdad quieres conocer, doctor Amín Jaafari? ¿La del árabe que cree que por tener pasaporte israelí se ha quitado el muerto de encima? ¿La del moro domesticado modélico al que rinden honores por cualquier cosa y al que invitan a recepciones de postín para que la gente compruebe lo tolerante y atento que es uno? ¿La de alguien que cree que por cambiar de chaqueta también cambia de pellejo como si fuera un mutante? ¿Es ésa la verdad que buscas o es la que rehúyes?... ¿Pero en qué planeta vive usted, señor mío? Estamos en un mundo que se despedaza a sí mismo todos los días de Dios. Nos pasamos la noche recogiendo a nuestros muertos y la mañana enterrándolos. Nuestra patria es repetidamente violada, nuestros hijos desconocen la palabra colegio, nuestras hijas han dejado de soñar desde que sus príncipes encantados prefieren la Intifada, nuestras ciudades caen bajo las apisonadoras y nuestros santos patronos no dan pie con bola. Y tú, como te encuentras tan a gusto en tu jaula dorada, te niegas a reconocer nuestro infierno. Al fin y al cabo, estás en tu derecho. Cada uno maneja su vida como quiere... Pero te suplico que no te quejes de aquellos que, asqueados por tu impasibilidad y tu egoísmo, no vacilan en dar su vida para que despiertes... Tu mujer ha muerto para redimirte, señor Jaafari.
—¡Menuda redención! Tú sí que la necesitas —lo tuteo a mi vez—. ¿Te atreves a hablarme de egoísmo, a mí que he sido desposeído de lo que más quiero en el mundo?... ¿Te atreves a embriagarme con leyendas de valor y dignidad cuando tú estás aquí tan tranquilo, mandando a mujeres y niños al matadero? Desengáñate, vivimos en el mismo planeta, hermano, pero no estamos en el mismo bando. Tú has elegido matar y yo salvar. Lo que para ti es un enemigo es para mí un paciente. No soy ni egoísta ni indiferente, y tengo tanto amor propio como el que más. Sólo pretendo vivir la existencia que me corresponde sin tener que robársela a los demás. No creo en las profecías que ensalzan el suplicio en detrimento del sentido común. Vine al mundo desnudo, y desnudo me iré; lo que poseo no me pertenece. Tampoco la vida de los demás. Este malentendido está en el origen de la desgracia de los hombres: hay que saber devolver lo que Dios nos presta. Nada en la tierra nos pertenece realmente. Ni la patria de la que hablas ni la tumba en la que te convertirás en polvo."

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