- Jean Genet
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Nadie, ni nada, ni ninguna técnica narrativa, dirán
lo que fueron los seis meses que pasaron los fedayines en las montañas de Yeras y de Ashlun en
Jordania, sobre todo en las primeras semanas.
Otros han dado cuenta de los hechos y han establecido la cronología, los logros
y los errores de la OLP. Se podrá describir el aspecto del tiempo y el color
del cielo, de la tierra y de los árboles, mas nunca transmitir la ligera
borrachera, la marcha sobre el polvo, el estallido en los ojos, la
transparencia de la relación entre fedayines
y de éstos con sus jefes. Todo, todos, bajo los árboles, vibraban, reían,
maravillados por una nueva vida para todos, y en aquellas vibraciones había
algo sorprendentemente fijo, al acecho, reservado, protegido como alguien que
reza sin decir nada. Todo era de todos. Cada uno en sí mismo estaba solo. Quizá
no. En suma, sonrientes e inquietos. La región jordana donde se habían
retirado, siguiendo una decisión política, era el perímetro que iba de la
frontera siria a As-Salt y estaba delimitado en profundidad por el Jordán y la
carretera de Yeras a Irbid. Alrededor de sesenta kilómetros de largo y una
profundidad de veinte en un territorio muy montañoso cubierto de encinas verdes
y villorrios jordanos de cultivos muy pobres. Bajo los bosques y las tiendas
camufladas los fedayines habían
dispuesto unidades de combate y armas ligeras y semipesadas. Una vez en el lugar,
dirigida la artillería principalmente contra las eventuales operaciones
jordanas, los jóvenes soldados se ocupaban de las armas, las desmontaban para
limpiarlas, engrasarlas y las montaban a toda velocidad. Algunos lograban
montar y desmontar las armas con los ojos vendados a fin de entrenarse para la
noche. Entre cada soldado y su arma se había establecido una relación amorosa y
mágica. Como los fedayines habían
dejado hacía poco la adolescencia, el fusil en cuanto arma era el signo de la
virilidad triunfante, y aportaba la certeza de ser. La agresividad desaparecía:
la sonrisa mostraba los dientes.
El resto del tiempo, los fedayines bebían té, criticaban a sus
jefes y a la gente rica —palestinos y otros—, insultaban a Israel; pero más que
nada hablaban de la revolución, de aquella que hacían y de aquella que iban a
emprender.
Para mí, esté en un título, en el cuerpo de un
artículo o en un panfleto, la palabra palestinos
evoca inmediatamente a los fedayines
de un lugar preciso —Jordania— y en una época que podemos datar fácilmente:
octubre, noviembre, diciembre del 70, enero, febrero, marzo, abril de 1971.
Entonces y allí es donde
conocí la Revolución palestina. La extraordinaria evidencia de lo que pasaba,
la fuerza de esa dicha de ser, también se denomina belleza.
Pasaron diez años y no supe
nada de ellos, salvo que los fedayines
estaban en el Líbano. La prensa europea hablaba de los palestinos
despreocupadamente, incluso con desdén. Y, de repente, Beirut Oeste.
* * *
Una fotografía tiene dos dimensiones, la pantalla de
un televisor también, ni la una ni la otra pueden recorrerse. De un lado al
otro de una calle, doblados o arqueados, los pies empujando una pared y la
cabeza apoyada en la otra, los cadáveres, negros e hinchados, que debía franquear
eran todos palestinos y libaneses. Para mí, como para el resto de la población
que quedaba, deambular por Chatila y Sabra se parecía al juego de la pídola. Un
niño muerto puede a veces bloquear una calle, son tan estrechas, tan angostas,
y los muertos tan cuantiosos. Su olor es sin duda familiar a los ancianos: a mí
no me incomodaba. Pero cuántas moscas. Si levantaba el pañuelo o el periódico
árabe puesto sobre una cabeza, las molestaba. Enfurecidas por mi gesto, venían
en enjambre al dorso de mi mano y trataban de alimentarse ahí. El primer
cadáver que vi era el de un hombre de unos cincuenta o sesenta años. Habría
tenido una corona de cabellos blancos si una herida (un hachazo, me pareció) no
le hubiera abierto el cráneo. Una parte ennegrecida del cerebro estaba en el
suelo, junto a la cabeza. Todo el cuerpo estaba tumbado sobre un charco de
sangre, negro y coagulado. El cinturón estaba desabrochado, el pantalón se
sujetaba por un solo botón. Las piernas y los pies del muerto estaban desnudos,
negros, violetas y malvas: ¿quizá fue sorprendido por la noche o a la aurora?,
¿huía? Estaba tumbado en una callejuela inmediatamente a la derecha de la
entrada del campo de Chatila que está frente a la embajada de Kuwait. ¿Cómo los
israelíes, soldados y oficiales, pretenden no haber oído nada, no haberse dado
cuenta de nada si ocupaban este edificio desde el miércoles por la mañana? ¿Es
que se masacró en Chatila entre susurros o en silencio total?
Las fotografías no captan
las moscas ni el olor blanco y espeso de la muerte. Tampoco dicen los saltos
que hay que dar cuando se va de un cadáver a otro.
Si miramos atentamente un
muerto, sucede un fenómeno curioso: la ausencia de vida en un cuerpo equivale a
la ausencia total del cuerpo o más bien a su huida ininterrumpida. Aunque nos
acerquemos, creemos que no lo tocaremos nunca. Eso si lo contemplamos. Pero si
hacemos un gesto en su dirección, nos agachamos junto a él, le movemos un
brazo, un dedo, de repente se vuelve presente e incluso amigo.
El amor y la muerte. Estos dos términos se asocian muy rápidamente
cuando se escribe sobre uno de ellos. Me ha hecho falta ir a Chatila para
captar la obscenidad del amor y la obscenidad de la muerte. Los cuerpos, en
ambos casos, no tienen nada que esconder: posturas, contorsiones, gestos,
expresiones, incluso los silencios pertenecen a uno y otro mundo. El cuerpo de
un hombre de treinta a treinta y cinco años estaba tumbado boca abajo. Como si
todo el cuerpo no fuese más que una vejiga con forma humana, se había hinchado
bajo el sol y por la química de la descomposición hasta inflar el pantalón, que
amenazaba con estallar en las nalgas y en los muslos. La única parte de su
rostro que pude ver era violeta y negra. Un poco más arriba de la rodilla, bajo
la tela desgarrada, el muslo
mostraba un tajo. Origen del tajo: ¿una bayoneta, un
cuchillo, un puñal? Unas moscas en la herida y otras alrededor. La cabeza, más
grande que una sandía —una sandía negra. Pregunté su nombre, era musulmán.
— ¿Quién es?
— Palestino —me respondió en francés un hombre
de unos cuarenta años—. Vea lo que le han hecho.
Tiró de la manta que cubría
los pies y una parte de las piernas. Las pantorrillas estaban desnudas, negras
e hinchadas. Los pies, calzados con botines negros desatados, y los tobillos
atados fuertemente con el nudo de una soga —visiblemente resistente— de
aproximadamente tres metros de largo, que yo colocaba para que la señora S.
(americana) pudiese fotografiar con precisión. Pregunté al hombre de cuarenta
años si podía ver la cara.
— Si quiere véalo, pero usted mismo.
— ¿Quiere ayudarme a girarle la cabeza?
— No.
— ¿Lo han arrastrado por las calles con esta
cuerda?
— No lo sé, señor.
— ¿Quién lo ha atado?
— No lo sé.
— No lo sé.
— ¿Los israelíes?
— No lo sé.
— No lo sé.
— ¿Lo conocías?
— Sí.
— ¿Lo has visto morir?
— Sí.
— ¿Quién lo ha matado?
— No lo sé.
Se alejó del muerto y de mí rápidamente. De lejos me
miró y desapareció por una callejuela transversal.
¿Qué calle cogería ahora? Estaba acosado por hombres
de cincuenta años, por jóvenes de veinte, por dos viejas señoras árabes, y
tenía la impresión de estar en el centro de una rosa de los vientos cuyos rayos
contuvieran cientos de muertos.
Anoto esto ahora, en este
punto de mi narración, sin saber del todo por qué: “Los franceses tienen la
costumbre de emplear la sosa expresión “trabajo sucio”, pues bien, igual que el
Ejército israelí ha encargado “el trabajo sucio” a los kataeb, o a la gente de Haddad, los laboristas han hecho rematar
“el trabajo sucio” al Likud, Begin, Sharon, Shamir”.
Cito a R., periodista palestino, todavía en Beirut, el domingo 19 de
septiembre.
En medio, cerca de ellas, de
todas las víctimas torturadas, mi espíritu no puede deshacerse de esta “visión invisible”: ¿cómo era el
torturador? ¿quién era? Lo veo y no lo veo. Me arranca los ojos y su forma será
para siempre la que dibujan las poses, posturas, gestos grotescos de unos
muertos devorados al sol por nubes de moscas.
Al irse tan rápido (¡los
italianos, llegados en barco con dos días de retraso, salieron en aviones
Hércules!), los marines americanos,
los paracas franceses y los bersaglieri italianos que constituían la
fuerza de interposición del Líbano, un día o treinta seis horas antes de su
partida oficial, como si huyeran, en la víspera del asesinato de Bechir
Gemayel, ¿se equivocan acaso los palestinos al preguntarse si americanos,
franceses e italianos habían sido
advertidos de que hacía falta largarse para no verse involucrados en la
explosión de los kataeb?
— Se han ido
muy rápido y muy pronto. Israel se jacta y presume de su eficacia en el
combate, de la preparación de sus compromisos, de su habilidad para aprovechar
las circunstancias. Veamos: la OLP deja Beirut gloriosamente, en un navío
griego, con una escolta naval. Bechir, escondiéndose como puede, visita a Begin
en Israel. La intervención de los tres Ejércitos (americano, francés, italiano)
cesa el lunes. El martes Bechir es asesinado. El [Ejército israelí] Tsahal entra en Beirut Oeste el
miércoles por la mañana. Como viniendo del puerto, los soldados israelíes suben
hacia Beirut la mañana del entierro de Bechir. Desde el octavo piso de mi casa,
con unos gemelos, los vi llegar en fila india: una sola fila. Me extrañé de que
no pasase nada puesto que un buen fusil de mira telescópica debería haberlos
abatido a todos. Su ferocidad los precedía.
Los carros tras ellos.
Después los jeeps.
Cansados de una tan larga
marcha matutina, se pararon cerca de la embajada de Francia, dejando que los
tanques los precedieran, entrando de lleno en Hamra.
Los soldados espaciados de diez en diez metros, se sentaron en la acera, el
fusil apuntado al frente, la espalda apoyada en la pared de la embajada. El
torso muy grande, me parecían boas que tuviesen dos piernas extendidas ante
ellos.
“Israel se había
comprometido ante el representante americano, Habib, a no
poner los pies en Beirut Oeste y sobre todo a respetar las poblaciones
palestinas de los campos de refugiados. Arafat tiene todavía la carta en la que
Reagan le promete lo mismo. Habib habría prometido a Arafat la liberación de
nueve mil presos en Israel. El jueves empiezan las matanzas de Chatila y Sabra.
¡El “baño de sangre” que Israel pretendía evitar aportando orden a los campos
!”... me dice un escritor libanés.
“Será muy fácil para Israel
librarse de todas las acusaciones. Ya los periodistas de todos los periódicos
europeos se ocupan de excusarlos: ninguno dirá que durante las noches del
jueves al viernes y del viernes al sábado se hablaba hebreo en Chatila”. Esto
me lo cuenta otro libanés.
La mujer palestina —puesto que yo no podía salir de
Chatila sin ir de un cadáver a otro y este
juego de la oca conduciría fatalmente a este prodigio: Chatila y Sabra
arrasadas por la batalla de las inmobiliarias con el fin de reconstruir sobre
este llanísimo cementerio— la mujer palestina probablemente era mayor, puesto
que tenía el pelo gris. Estaba tumbada de espaldas, depositada o dejada sobre
sillares, ladrillos, barras de hierro torcidas, sin confort. Antes de nada me
sorprendí por una extraña trenza de cuerda y tela que iba de una muñeca a la
otra, manteniendo así los dos brazos abiertos en horizontal, crucificados. La
cara negra e hinchada, levantada hacia el cielo, mostraba una boca abierta, negra
de moscas, con dientes que me resultaron muy blancos, una cara que parecía, sin
que un músculo se moviese, o bien hacer muecas o bien sonreír o proferir un
alarido silencioso e ininterrumpido. Sus medias eran de lana negra; el vestido
de flores rosas y grises, ligeramente
remangado o demasiado corto,
no lo sé, dejaba ver lo alto de las pantorrillas negras e hinchadas, siempre
con delicados tintes semejantes al malva y al violeta de las mejillas. ¿Eran
hematomas o el efecto natural de la putrefacción al sol?
— ¿Le han pegado con la culata?
— Mire, señor, mire sus manos.
No me había fijado. Los
dedos de las dos manos estaban desplegados en abanico y los diez estaban
cortados con una cizalla de jardinero. Los soldados, riendo como niños y
cantando alegremente, se habían divertido descubriendo esta cizalla y
utilizándola.
— Mire, señor.
Las puntas de los dedos, las falanges con la uña,
yacían en el polvo. El hombre joven que me mostraba, con naturalidad, sin
ningún énfasis, el suplicio de los muertos, recubrió tranquilamente con una
tela la cara y las manos de la mujer palestina, y con un cartón rugoso sus
piernas. Yo ya no distinguía más que un montón de telas rosas y grises
sobrevolado por moscas.
Tres jóvenes me llevaban a
una callejuela.
— Pase, señor, nosotros lo esperamos fuera.
La primera habitación era lo
que quedaba de una casa de dos pisos. Habitación muy tranquila, acogedora
incluso, un intento de felicidad, quizá una felicidad lograda con restos, con
lo que sobrevivió de musgo en un trozo de muro destruido, con lo que en un
primer momento creí ser tres sillones, de hecho tres asientos de coche (tal vez
un Mercedes de desguace), un sofá con cojines tapizados con una tela de flores
de colores chillones y dibujos estilizados, una pequeña radio silenciosa, dos
candelabros apagados. Una habitación bastante tranquila, alfombrada de
cartuchos gastados... Una puerta batió como si hubiese una corriente de aire.
Avancé sobre los cartuchos y empujé la puerta que se abría hacia fuera y que
tuve que forzar: el tacón de una bota me impedía pasar, tacón de un cadáver
tumbado de espaldas junto a cadáveres de otros hombres tumbados boca abajo, y
reposando todos sobre una alfombra de cartuchos. Casi tropiezo varias veces.
Al final de esta habitación
otra puerta estaba abierta, sin cerradura, sin pestillo. Saltaba los muertos
como si fuesen fosos. La habitación contenía, amontonados en una sola cama,
cuatro cadáveres de hombres, apilados, como si cada uno se hubiese preocupado
de proteger al que tenía debajo o como si hubiesen sido poseídos por un celo
erótico en descomposición. Esta pila de cuerpos olía fuerte, pero no mal. El
olor y las moscas parecían habituarse a mí. Yo no molestaba ya a nadie en estas
ruinas imperturbables.
— Durante las noches del jueves al viernes, del
viernes al sábado y del sábado al domingo, nadie los ha velado, pensé.
Sin embargo sentía que
alguien había pasado por allí antes que yo y después de la masacre.
Los tres jóvenes me
esperaban bastante lejos de la casa y con un pañuelo en las narices. Fue
entonces, saliendo de la casa, cuando tuve un ataque de ligera locura que a
poco me hace sonreír. Me dije que nunca habría suficientes planchas y tablas
para los ataúdes. Pero, ¿para qué ataúdes? Los muertos y muertas eran todos
musulmanes que se envuelven en sudarios. ¿Cuántos metros de tela harán falta
para amortajar a tantos muertos? ¿Cuántas oraciones? Lo que faltaba en este
lugar, me di cuenta, era la salmodia de las oraciones.
— Venga, señor, venga.
Es tiempo de escribir que
esta repentina y momentánea locura que me hizo calcular metros de tejido blanco
dio a mi paseo una viveza casi alegre, y que la causó quizá la reflexión
escuchada la víspera a una amiga palestina.
— Esperaba que me trajesen
mis llaves (¿qué llaves?: las de su coche, las de su casa, sólo sé la palabra
llaves), un viejo pasó corriendo.
— ¿Adónde vas?
— A
buscar ayuda. Soy el enterrador. Han bombardeado el cementerio. Todos los
huesos de los muertos están al descubierto. Hay que ayudarme a recoger los
huesos.
Esta amiga creo que es
cristiana. También me dijo:
“Cuando la bomba de vacío
—llamada de implosión— mató a doscientas cincuenta personas, nosotros sólo
teníamos una caja. Los hombres cavaron una fosa común en el cementerio de la
iglesia ortodoxa. Llenábamos la caja e íbamos a vaciarla. Íbamos y veníamos
bajo las bombas, retirando los miembros y cuerpos como podíamos”.
Desde hacía tres meses las
manos tenían una doble función: por el día, coger y tocar, por la noche, ver.
Los apagones obligaban a esta educación de ciego, igual que a la escalada bi o
tridiaria del acantilado de mármol blanco, los ocho pisos de la escalera.
Tuvimos que rellenar de agua todos los recipientes de la casa. El teléfono fue
cortado cuando los soldados israelíes y las inscripciones hebraicas entraron en
Beirut Oeste. Igualmente lo fueron las carreteras. Los carros [de combate
israelíes] Merkaba, siempre en
movimiento, vigilaban toda la ciudad a la vez que adivinábamos el espanto de
los ocupantes por no convertirse en blancos fijos. Sin duda temían la actividad
de los morabitun y de los fedayines que habían podido quedarse en Beirut Oeste.
Al día siguiente de la
ocupación israelí estábamos prisioneros, pero me pareció que los invasores eran
más despreciados que temidos, causaban más desagrado que miedo. Ningún soldado
reía o sonreía. El tiempo aquí no era para tirar arroz ni flores.
Desde que las carreteras
estaban cortadas, los teléfonos mudos, privado de comunicación con el resto del
mundo, por primera vez en la vida me sentí palestino y odié a Israel.
En la Ciudad Deportiva,
junto a la carretera Beirut-Damasco, en el estadio casi destruido por los
bombardeos intensivos de la aviación, los libaneses entregaban a los oficiales
israelíes amasijos de armas, al parecer, todas deterioradas voluntariamente.
En el inmueble que habito
todos tenemos radio. Escuchamos Radio
Kataeb, Radio Morabitun, Radio Ammán, Radio Jerusalén (en francés), Radio
Líbano. Sin duda, todos hacemos lo mismo.
“Estamos unidos a Israel por
numerosas vías: nos traen bombas, carros, soldados, frutas y legumbres, y se
llevan a Palestina a nuestros soldados, a nuestros hijos... en un continuo
vaivén que no cesa, como dicen ellos, estamos unidos desde Abraham, en su
descendencia, en su lengua, en un mismo origen...” (un fedayín palestino). “En fin —añade— nos invaden, nos ceban, nos
asfixian y querrían besarnos. Dicen ser nuestros primos y estar entristecidos
al ver que nos apartamos de ellos. Deben estar furiosos con nosotros y con
ellos mismos”.
* * *
La afirmación de una belleza
propia de los revolucionarios plantea muchas dificultades. Sabemos —supongamos—
que los niños o adolescentes que viven en medios antiguos y severos, tienen una
belleza de rostro, de cuerpo, de movimientos, de mirada, muy próxima a la de
los fedayines. La explicación tal vez
sea ésta: al quebrar el antiguo orden, una nueva libertad aparece a través de
la piel de los muertos, y a los padres y abuelos les costará apagar el
estallido de los ojos, el voltaje en las sienes, la alegría de la sangre en las
venas.
En las bases palestinas,
durante la primavera de 1971, la belleza estaba sutilmente difusa en un bosque
animado por la libertad de los fedayines.
En los campos [de refugiados] la belleza se establecía como el reino de las
madres y los hijos, y era diferente, un poco más ahogada. Los campos recibían
un tipo de luz que venía de las bases de combate y la explicación de la euforia
de las mujeres necesitaría un largo y complejo debate. Más aún que los hombres,
más aún que los fedayines en combate,
las mujeres palestinas parecían suficientemente fuertes como para mantener la
resistencia y aceptar las novedades de una revolución. Ya habían desobedecido a
las costumbres: mirada directa aguantando la mirada a los hombres, rehusaban el
uso del velo, cabellos visibles y desnudos, voz sin fisuras. La más corta y
prosaica de sus conquistas era parte de un avance seguro hacia un orden nuevo,
por lo tanto desconocido para ellas, pero donde presentían para ellas mismas su
liberación como un baño y para los hombres como un orgullo luminoso. Estaban
dispuestas a convertirse a la vez en esposas y madres de héroes como lo eran ya
de sus hombres.
En los bosques de Ashlun,
quizá los fedayines soñaban con
chicas, más bien cada uno dibujó sobre sí mismo —o modeló con gestos— una chica
pegada a él, de ahí la gracia y la fuerza —entre divertidas risas— de unos fedayines armados. No estábamos sólo en
las lindes de una pre-revolución, sino también en las de una indistinta
sensualidad. El rocío, congelando cada gesto, le confería su dulzura.
Cada día durante un mes,
siempre en Ashlun, veía una mujer delgada pero fuerte, acuclillada a la fría
intemperie, acuclillada como los indios de los Andes, o algunos negros
africanos, los intocables de Tokio, o los gitanos en un mercado, lista para
partir en caso de peligro, bajo los árboles, frente al puesto de guardia —una
sólida casa pequeña, construida rápidamente. Descalza, con un vestido negro
galoneado en las mangas, esperaba. Su expresión era severa pero no de cólera,
agotada pero no cansada. El responsable del comando preparaba una habitación
casi vacía y después le hacía una señal. Ella entraba en la habitación. Cerraba
la puerta sin llave. Luego salía, sin decir nada, sin sonreír, y con los pies
descalzos regresaba directamente a Yeras y al campo de Baqa.
En la habitación reservada para ella en el puesto de guardia supe que se
quitaba las dos faldas negras, desataba todas las cartas y sobres que estaban
cosidos, hacía un paquete y golpeaba suavemente la puerta. Entregaba las cartas
al responsable, salía, y se iba sin haber dicho una palabra. Al día siguiente
volvía.
Otras mujeres, más mayores
que ésta, se reían de tener por hogar tres piedras ennegrecidas que llamaban:
“nuestra casa”. Con qué voz infantil me mostraban las tres piedras, y a veces
con las brasas encendidas, me decían riendo: darna. Estas
mujeres viejas no eran parte ni de la revolución, ni de la resistencia
palestina: eran la alegría que ya no espera más. El sol sobre ellas, continuaba
su trayecto. Un brazo o un dedo extendido proponía una sombra cada vez más
fina. Pero ¿qué suelo? Jordano, por efecto de una ficción administrativa y
política decidida por Francia, Inglaterra, Turquía, EEUU... “La alegría que ya
no espera más”, la más jovial puesto que es la más desesperada. Todavía veían
una Palestina que ya no existía cuando tenían dieciséis años, pero por fin
tenían un suelo. No estaban ni debajo ni encima, en un espacio inquietante
donde el menor movimiento será un falso movimiento. ¿Era firme la tierra bajo
los pies desnudos de estas octogenarias actrices trágicas sublimemente
elegantes? Cada vez lo era menos. Cuando escaparon de Hebrón bajo las amenazas
israelíes,
la tierra aquí parecía sólida, cada uno se aligeraba y se movía sensualmente al
son de la lengua árabe. Pasado el tiempo, esta tierra experimentó lo siguiente:
los palestinos eran cada vez menos soportables, a la vez que estos mismos
palestinos, estos campesinos, descubrían la movilidad, la marcha, la carrera,
el juego de las ideas redistribuidas casi a diario como naipes, las armas,
montadas, desmontadas, utilizadas. Cada mujer, a su vez, toma la palabra. Ríen.
Recojo la frase de una de ellas:
— ¡Héroes! Vaya broma. He
parido y azotado a cinco o seis que están en el yebel. Les he limpiado el culo mil veces. Sé
lo que valen y puedo parir a más.
En el cielo siempre azul el
sol continua su trayecto, pero todavía hace calor. Estas actrices trágicas, a
la vez recuerdan e imaginan. Con el fin de ser más expresivas, apuntan con el
índice el final de cada periodo y acentúan las consonantes enfáticas. Si un
soldado jordano pasase, estaría orgulloso: en el ritmo de las frases
encontraría el ritmo de las danzas beduinas. Sin frases, un soldado israelí, si
viese a estas diosas, les dispararía sobre el cráneo una ráfaga de metralleta.
* * *
Aquí, en las ruinas de
Chatila, ya no queda nada. Algunas mujeres ancianas, mudas, se esconden
rápidamente tras una puerta en la que hay un trapo blanco clavado. Algunos fedayines muy jóvenes, a algunos de los
cuales reencontraré en Damasco.
La elección que hacemos de
una comunidad concreta, sin contar la nativa, se opera por la gracia de una
adhesión irracional, no es que la justicia no intervenga, pero es que esta
justicia y la defensa de toda una comunidad se hace en virtud de una atracción
sentimental, incluso sensible, sensual; soy francés, pero francamente, sin
racionalismos, defiendo a los palestinos. Tienen el derecho puesto que los amo.
¿Pero los querría si la injusticia no hiciera de ellos un pueblo vagabundo?
Casi todos los edificios de Beirut, en lo que aún
se llama Beirut Oeste, están tocados. Se resquebrajan de distintas formas: como
un milhojas chafado entre los dedos de un King-Kong monstruoso, indiferente y
voraz; otras veces los tres o cuatro últimos pisos se inclinan deliciosamente
siguiendo un pliegue muy
elegante, un pliegue libanés del edificio. Si la fachada está intacta, dad la
vuelta a la casa, las demás caras del edificio están acribilladas. Si ninguna
de las cuatro caras tiene fisuras, la bomba soltada del avión ha caído en el
centro y ha hecho un pozo de lo que era el hueco de la escalera y el ascensor.
En Beirut Oeste, tras la
llegada de los israelíes, S. me dice: “Había caído la noche y debían de ser las
siete. De pronto un gran ruido de chatarra, de chatarra, de chatarra. Todo el
mundo, mi hermana, mi cuñado y yo corremos al balcón. Noche muy negra. De vez
en cuando destellos a menos de cien metros. Sabes que frente a nuestra casa hay
una especie de puesto de mando israelí: cuatro carros, una casa con centinelas
ocupada por soldados y oficiales. La noche. El ruido de chatarra que se
aproxima. Los destellos: algunas antorchas luminosas. Y cuarenta o cincuenta
niños de doce o trece años que golpean cadenciosamente pequeños bidones de
hierro, con piedras, con martillos o con otras cosas. Gritaban muy fuerte y
acompasados: Lâ ilâh illâ Allah, Lâ
Kataib wa lâ yahud (“No hay más Dios que Dios, no a los kataeb, no a los judíos”).”
H. me dice: “Cuando viniste
a Beirut y a Damasco en 1928, Damasco estaba destruido. El general Gouraud y
sus tropas, destacamentos de tiradores marroquíes y argelinos, habían arrasado
y devastado Damasco. ¿A quién acusaba la población siria?
Yo:
— Los sirios acusaban a
Francia de la destrucción y las masacres de Damasco.
Él:
— Nosotros acusamos a Israel
de las masacres de Chatila y Sabra. No carguemos estos crímenes sobre la
espalda de sus sicarios, los kataeb.
Israel es culpable de haber introducido en los campos dos compañías de kataeb, de haber dado las órdenes, de
haberlos animado tres días y tres noches, de haberlos pertrechado, de haberles
dado de beber y de comer, de haber iluminado el campo por la noche”.
De nuevo H., profesor de
historia. Me dice: “En 1917 el golpe de Abraham se repitió, o si prefieres,
Dios era ya la prefiguración de lord Balfour.
Dios, decían y dicen todavía los judíos, ha prometido una tierra de miel y de
leche a Abraham y a sus descendientes, mientras que este territorio no
pertenecía al dios de los judíos (estas tierras estaban llenas de dioses), este
territorio estaba poblado por los cananeos, que también tenían sus dioses, y
lucharon contra las tropas de Josué hasta robarles el célebre arca de la
alianza sin la cual los judíos no hubieran obtenido la victoria. Inglaterra en
1917 todavía no poseía Palestina (esa tierra de miel y leche), puesto que el
tratado que le concedía el Mandato todavía no había sido firmado”.
— Begin pretende haber venido al país...
— Es el título de una película: Una ausencia tan larga. A ese polaco,
¿lo ves heredero del rey Salomón?
En el campo, tras veinte
años de exilio, los refugiados soñaban con su Palestina, nadie osaba saber ni
decir que Israel la había arrasado de cabo a rabo, que en el lugar del campo de
cebada hay un banco, una central eléctrica en el lugar de una viña trepadora.
— ¿Cambiaremos la cerca de la granja?
— Hará falta reconstruir una parte del muro
junto a la higuera.
— Todas las cacerolas estarán oxidadas: habrá
que comprar bayetas.
— ¿Por qué no ponemos también electricidad en
la cuadra?
— Ah, se acabaron los vestidos bordados a mano:
me darás una máquina de coser y una de bordar.
La gente mayor de los campos de refugiados vivía
miserablemente, quizá también en Palestina, pero la nostalgia funcionaba allí
de un modo mágico y podía quedar presa de los desgraciados encantos de los
campos. No es seguro que esta parte de los palestinos los deje con añoranza. En
este sentido, una extrema miseria es adictiva. El hombre que la haya conocido,
al mismo
tiempo que la amargura habrá
conocido una alegría extrema, solitaria, incomunicable. Los campos de
refugiados de Jordania, adosados a pendientes pedregosas, están desnudos, pero
en sus periferias hay desnudeces más desoladas: barracones, tiendas agujereadas
habitadas por gente cuyo orgullo es luminoso. Negar que el hombre puede ligarse
a miserias visibles y enorgullecerse de ellas y que este orgullo es posible
porque la miseria visible tiene por contrapeso una gloria escondida, supone
desconocer el alma humana.
La soledad de los muertos,
en los campos de Chatila, era más sensible porque tenían gestos y poses de las
que no se habían preocupado. Muertos de cualquier forma. Muertos abandonados.
No obstante, en el campo, a nuestro alrededor, flotaban todos los afectos, las
ternuras, los amores en busca de palestinos que ya no responderán.
— ¿Cómo comunicárselo a los parientes que se
han ido con Arafat confiando en la promesa de Reagan, de Mitterrand, de
Pertini, de no tocar a las poblaciones civiles de los campos?
¿Cómo decir que han dejado masacrar a los niños, a los ancianos, a las mujeres,
y abandonado los cadáveres sin oraciones? ¿Cómo informarles de que se ignora
dónde están enterrados?
Las masacres no se
perpetraron en silencio y en la oscuridad. Alumbrados por los cohetes luminosos
israelíes, los oídos israelíes estaban, desde el jueves por la tarde, a la
escucha en Chatila. Qué fiestas, qué juergas han tenido lugar allí donde la
muerte parecía participar de la bacanal de los soldados ebrios de vino, ebrios
de odio, y sin duda ebrios de alborozo por complacer al Ejército israelí, que
escuchaba, miraba, animaba, reprendía. No he visto al Ejército israelí
escuchando y mirando. He visto lo que hizo.
Al argumento: “Qué ganaba
Israel con asesinar a Bechir:
entrar en Beirut, restablecer el orden y evitar el baño de sangre.”
— ¿Qué ganaba Israel con la masacre de
Chatila? Respuesta: “¿Qué ganaba con entrar en el Líbano? Bombardear durante
dos meses a la población civil: expulsar y destruir a los palestinos. ¿Qué que
quería ganar en Chatila? Destruir a los palestinos.”
Mata hombres, mata muertos.
Derriba Chatila. No está ausente de la especulación inmobiliaria que se hará en
el terreno: vale cinco millones de francos antiguos el metro cuadrado de
terreno arrasado. Pero ¿cuánto valdrá limpio y saneado?...
Escribo en Beirut donde, tal
vez debido a la vecindad de la muerte que todavía aflora, todo es más verdadero
que en Francia: todo parece suceder como si, cansado, abatido de ser ejemplar,
de ser intocable, de explotar lo que cree haber llegado a ser: la santa
inquisitorial y vengativa Israel hubiera decidido dejarse juzgar fríamente.
Gracias a una metamorfosis
sabia pero previsible, helo aquí tal cual se preparaba desde hace tiempo: un
poder terrenal execrable, colonizador sin límites, transformado en Instancia
Definitiva tanto por su larga maldición como por elección propia.
Muchas preguntas quedan
planteadas:
Si los israelíes sólo han
iluminado el campo, escuchado y oído los disparos efectuados por todas las
municiones cuyos cartuchos he pisado (decenas de miles) ¿Quién disparó
realmente? ¿Quién arriesgó su piel asesinando? ¿Los falangistas? ¿Los haddadíes?
¿Quiénes? ¿Cuántos?
¿Dónde han ido las armas que
han causado todos estos muertos? ¿Y dónde aquellas de los que se defendieron?
En la parte del campo de refugiados que he visitado, sólo he visto dos armas
anti-carro no utilizadas.
¿Cómo se introdujeron los asesinos en el campo de
refugiados? ¿Estaban a todos los efectos los israelíes encargados del campo? En
cualquier caso, ya estaban el jueves en el hospital de Acca, frente a la puerta
del campo.
Se ha escrito en los
periódicos que los israelíes entraron en el campo de Chatila en cuanto supieron
de las masacres, y que las hicieron cesar al momento, es decir, el sábado. ¿Qué
hicieron con los autores de la masacre? ¿Dónde están?
Tras el asesinato de Bechir
Gemayel y de veinte de sus compañeros, tras las masacres, cuando supo que yo
regresaba de Chatila, la señora B., de la alta burguesía de Beirut, vino a
verme. Subió —sin electricidad— los ocho pisos del inmueble —la encuentro
mayor, elegante pero mayor.
— Antes del asesinato de Bechir, antes de las
masacres, tuvo usted razón al decirme que lo peor estaba en marcha. Lo he
visto.
— Ante todo no me diga lo que vio en Chatila,
se lo ruego. Mis nervios son muy frágiles, no debo fatigarlos para poder
soportar lo peor, que aún no ha llegado.
Vive sola con su marido
(setenta años) y su sirvienta en un gran apartamento de Ras Beirut. Es muy
elegante. Muy cuidado. Sus muebles tienen buen estilo, creo que Luis XVI.
— Sabemos que Bechir había ido a Israel. Se
equivocó. Cuando uno es jefe de Estado electo no frecuenta a esa gente. Estaba
segura de que acaecería una desgracia. Pero no quiero saber nada. No debo
fatigar mis nervios para soportar los golpes que todavía no han llegado. Bechir
tuvo que haber devuelto aquella carta en la que Begin le llamaba “querido
amigo”.
La alta burguesía, con sus
sirvientes mudos, tiene su propia forma de resistir. La señora B. y su marido
“no creen en absoluto en la metempsícosis”. ¿Que pasaría si renaciesen en el
cuerpo de un israelí?
El día del asesinato de
Bechir es también el día de la entrada del Ejército israelí en Beirut Oeste.
Las explosiones se aproximan al edificio en el que estamos; al fin, todo el
mundo baja a protegerse en un sótano. Embajadores, médicos, sus mujeres, sus
hijos, un representante de la ONU en el Líbano, sus trabajadores domésticos.
— Carlos, tráeme un cojín.
— Carlos, mis gafas.
— Carlos, un poco de agua.
Los sirvientes, puesto que
también hablan francés, están admitidos en el refugio. Quizá también hace falta
protegerlos: sus heridas, su transporte al hospital o al cementerio, ¡qué
faena!
Hay que saber que los campos
de Chatila y Sabra son kilómetros y kilómetros de callejuelas estrechas —las
callejuelas son tan angostas, tan esqueléticas que dos personas no pueden
avanzar a no ser que uno de ellos se ponga de perfil— obstruidas por escombros,
bloques, ladrillos, harapos multicolores y sucios, y por la noche, bajo la luz
de los cohetes israelíes que alumbraban el campo, quince o veinte
francotiradores, aun bien armados, no hubieran logrado hacer esta carnicería.
Los asesinos participaron en gran número y probablemente también escuadras de
verdugos que abrían cabezas, tullían muslos, cortaban brazos, manos y dedos,
arrastraban, trabados con una cuerda, a gente agonizando, hombres y mujeres que
vivían aún porque desde la sangre ha chorreado abundantemente de sus cuerpos,
hasta el punto de que no he podido saber quién, en el pasillo de una casa,
había dejado ese riachuelo de sangre seca, desde el fondo del pasillo donde
estaba el charco hasta el umbral donde se perdía en el polvo. ¿Era un
palestino? ¿Era una mujer? ¿Un falangista del que habían evacuado el cuerpo?
Desde París, sobre todo si
se ignora la topografía de los campos de refugiados, se puede dudar de todo. Se
puede permitir a Israel afirmar que los periodistas de Jerusalén fueron los
primeros en dar la noticia de las masacres. ¿Cómo se la dieron a los países
árabes y en lengua árabe? ¿Y cómo en lengua inglesa y en francés? ¿Y en qué
momento? ¡Cuando se piensa en las precauciones que se toman en Occidente en
cuanto se constata una muerte sospechosa, las huellas, el impacto de las balas,
las autopsias y los expertos! En Beirut, nada más conocer la masacre, el
ejercito libanés tomaba inmediatamente bajo su mando los campos de refugiados y
enseguida borraba tanto las ruinas de las casas como las de los cuerpos. ¿Quién
ordenó esta precipitación? Después de que esta afirmación recorriese el mundo:
cristianos y musulmanes se han matado entre ellos; después de que las cámaras
hubieran registrado la ferocidad de la matanza.
El hospital de Acca ocupado
por los israelíes, frente a la entrada de Chatila, no está a doscientos metros
del campo, sino a cuarenta. ¿Nada visto, nada oído, nada comprendido?
Es lo que declara Begin en
la Knesset [parlamento israelí]:
“Unos no-judíos han masacrado a unos no- judíos, ¿en qué nos concierne eso a
nosotros?”
Interrumpida un momento,
debo terminar mi descripción de Chatila. He aquí los últimos muertos que vi, el
domingo, hacia las dos del mediodía, cuando la Cruz Roja entraba con sus bulldozers. El hedor cadavérico no salía
de una casa ni de un suplicio: mi cuerpo, mi ser parecía emitirlo. En una
estrecha callejuela, en el saliente en forma de espina de una pared, creí ver
un boxeador negro sentado en el suelo, sonriente, sorprendido por estar KO.
Nadie había tenido el coraje de cerrarle los párpados, sus ojos desorbitados,
de azulejo muy blanco, me miraban. Parecía vencido, el brazo levantado, adosado
al ángulo de la pared. Era un palestino muerto desde hacía dos o tres días. Si
primero lo confundí con un boxeador negro, fue porque su cabeza era enorme,
hinchada y negra, igual que todas las cabezas y todos los cuerpos, tanto a la
sombra de las casas como al sol. Pasé junto a sus pies. Recogí del polvo una
muela superior y la coloqué en lo que quedaba del alféizar de una ventana. La
concavidad de la palma de su mano tendida hacia el cielo, la boca abierta, la
abertura de su pantalón donde faltaba el cinturón: cuántas colmenas donde se
alimentaban las moscas.
Franqueé otro cadáver, luego
otro. En este espacio de polvo, entre los dos muertos, había un objeto muy
vivo, intacto en esa carnicería, de rosa un translúcido, que todavía podía
servir: la pierna artificial, aparentemente de plástico, calzada con un zapato
negro y un calcetín gris. Mirando mejor, estaba claro que la habían arrancado
brutalmente de la pierna amputada, ya que las correas que habitualmente la
sujetaban al muslo estaban todas rotas.
Esta pierna pertenecía al
segundo muerto. Aquél del que sólo había visto una pierna y un pie calzado con
un zapato negro y un calcetín gris.
En la calle perpendicular a
aquella donde había dejado los tres muertos, había otro. No taponaba
completamente el paso, pero estaba tumbado al principio de la calle, por lo que
tuve que adelantarlo para girarme y ver este espectáculo: sentada en una silla,
rodeada de jóvenes mujeres y hombres callados, sollozaba una mujer —vestida de
árabe— que me pareció tenía dieciséis o sesenta años. Lloraba a su hermano cuyo
cuerpo casi cortaba la calle. Me acerqué a ella. Miré mejor. Tenía un pañuelo
anudado bajo el cuello. Lloraba, lamentaba la muerte de su hermano que estaba a
su lado. Su rostro era rosa —un rosa infantil, casi uniforme, muy dulce,
tierno— pero sin cejas ni pestañas, lo que creí rosa no era la epidermis sino
la dermis ribeteada por un poco de piel gris. Tenía toda la cara quemada. No
pude saber por qué, pero sí por quién.
Con los primeros muertos, me
había esforzado en contarlos. Llegado al duodécimo y al decimotercero, envuelto
por el olor, por el sol, tropezando en cada ruina, no podía más, todo se
embrollaba.
Casas reventadas de las que
salen edredones y edificios derrumbados, he visto muchos con indiferencia, pero
al ver los de Beirut Oeste y de Chatila encontré el horror. De los muertos, que
generalmente me son familiares, incluso amigos, al ver los de los campos no
distinguí más que el odio y el alborozo de los que los habían matado. Había
tenido lugar una fiesta bárbara: rabia, borrachera, danzas, cantos, juramentos,
quejas, gemidos, en honor de los espectadores que reían en el último piso del
hospital de Acca.
***
Antes de la guerra de Argelia, en Francia, los
árabes no eran guapos, su aspecto era pesado, arrastrado, el morro ladeado,
pero de repente la victoria los embelleció, pero ya, un poco antes de que fuera
cegadora, cuando más de medio millón de soldados franceses se extenuaban y
agotaban en los Aurès y en toda Argelia, un curioso fenómeno se hizo perceptible,
modificando la cara y el cuerpo de los obreros árabes: algo como la cercanía,
el presentimiento de una belleza todavía frágil pero que nos deslumbraría
cuando las escamas hubiesen por fin caído de su piel y de nuestros ojos. Había
que aceptar la evidencia: se habían liberado políticamente para aparecer como
debían ser vistos, muy guapos. Del mismo modo, escapados de un campo de
refugiados, escapados de la moral y del orden de los campos, escapados a una
moral impuesta por la necesidad de sobrevivir, escapados a la vez de la
vergüenza, los fedayines eran muy
guapos; y esta belleza era nueva, ingenua, inocente, fresca, tan viva que
descubría inmediatamente lo que la ponía de acuerdo con todas las bellezas del
mundo arrancándose la vergüenza.
Muchos de los macarras
argelinos que cruzaban Pigalle por la noche, utilizaban su situación en
provecho de la revolución argelina. La virtud estaba ahí también. Es, creo,
Hannah Arendt quien
distingue las revoluciones según que persigan la libertad o la virtud —es
decir, el trabajo. Haría falta tal vez reconocer que las revoluciones y
liberaciones se dan —en el fondo— con el fin de encontrar o reencontrar la
belleza, es decir, lo impalpable, lo que sólo se puede designar por este
término. O más bien no: por belleza entendemos una insolencia reidora a la que
desafían la miseria pasada, los sistemas y los hombres responsables de la
miseria y de la vergüenza, pero una insolencia reidora que percibe que el
estallido, lejos de la vergüenza, era fácil.
Esta página debía tratar
sobre todo de esto: una revolución lo es cuando ha hecho caer de los rostros y
los cuerpos la piel muerta que los reblandecía. No hablo de una belleza
académica, sino de la impalpable —inefable— alegría de los cuerpos, de las
caras, de los gritos, de las palabras que dejan de ser mortecinas, quiero decir
una alegría sensual y tan fuerte que quiere desterrar todo erotismo.
* * *
De nuevo en Ashlun, en
Jordania, después en Irbid. Retiro lo que creo que es uno de mis cabellos
blancos caído en mi jersey y lo dejo en la rodilla de Hamza, que está sentado a
mi lado. Lo coge entre el pulgar y el dedo corazón, lo mira, sonríe, lo
introduce en el bolsillo de mi blusón negro, y apoya su mano diciendo:
— Un pelo de la barba del Profeta vale menos
que esto.
Respira largamente y retoma:
— Un pelo de la barba del Profeta no vale más
que esto.
Sólo tenía veintidós años,
su pensamiento volaba ágil muy por encima de los palestinos de cuarenta años,
pero ya se encontraban en él los signos —en él: en su cuerpo, en sus gestos—
que lo ataban a los viejos.
Antes los labriegos se
sonaban en los dedos. Un chasquido rápido enviaba el moco a las zarzas. Se
pasaban bajo las narices su manga de terciopelo con flecos que, al cabo de un
mes, estaba cubierta de un ligero nácar. Igual los fedayines. Se sonaban como aspiraban el rapé los marqueses, como
los prelados: un poco encorvados. Hice lo mismo que ellos, que me lo enseñaron
sin pensarlo.
¿Y las mujeres? Bordar noche
y día los siete vestidos (uno por cada día de la semana) del ajuar de bodas
ofrecido por un marido generalmente viejo y elegido por la familia, deprimente
despertar. Las jóvenes palestinas se volvieron muy bellas cuando se rebelaron
contra el padre y rompieron las agujas y las tijeras de coser. En las montañas
de Ashlun, de As-Salt y de Irbid, en los
bosques mismos se había depositado toda la sensualidad liberada por la revuelta
y los fusiles, no olvidemos los fusiles: eso bastaba, todos estaban hartos. Los
fedayines, sin darse cuenta —¿de
verdad?— encarnaban una belleza nueva: la viveza de los gestos y el cansancio
visible, la velocidad del ojo y su brillo, el timbre de la voz más clara se
aliaban a la prontitud de la réplica y a su brevedad. Y a su precisión también.
Las frases largas, la retórica sabia y voluble, las habían desechado.
En Chatila, muchos han
muerto, y mi afecto y amistad por sus cadáveres pudriéndose era grande también
porque los conocía. Ennegrecidos, inflados, podridos por el sol y la muerte,
seguían siendo fedayines.
Hacia las dos de la tarde,
domingo, tres soldados del Ejército libanés, apuntándome con el fusil, me
condujeron a un jeep donde dormitaba
un oficial. Le pregunté:
— ¿Habla
francés?
— Inglés.
La voz era seca, tal vez
porque acababa de despertarlo con un sobresalto. Miró mi pasaporte. Dijo en
francés:
— ¿Viene de allá? (su dedo apuntaba a
Chatila).
— Sí.
— ¿Ha visto?
— Sí.
— ¿Va a escribirlo?
— Sí.
Me devolvió el pasaporte. Me
hizo una señal para que me fuese. Los tres fusiles se bajaron. Había pasado
cuatro horas en Chatila. En mi memoria quedaban alrededor de cuarenta
cadáveres. Todos —digo todos— habían sido torturados, probablemente bajo la
embriaguez, entre cantos, risas, el olor de la pólvora y de la carroña.
Sin duda estaba solo, quiero
decir que era el único europeo (con algunas ancianas palestinas aferradas
todavía a un pañuelo blanco desgarrado; con algunos jóvenes fedayines desarmados) pero, si estas cuatro o cinco personas no
hubieran estado allí al descubrir yo esta ciudad abatida, los palestinos horizontales,
negros e hinchados, me hubieran vuelto loco. ¿Dónde estaba? Esta ciudad hecha
migas y derribada que he visto o creído ver, recorrida, zarandeada y arrasada
por el olor de la muerte, todo eso, ¿había tenido lugar?
Sólo había explorado, y mal,
una veinteava parte de Chatila y Sabra, nada de Bir Hassan, y nada de Burj el
Barajne.
* * *
Si algún lector ha visto el
mapa de Palestina y de Jordania, sabe que el terreno no es una hoja de papel.
El terreno, en las riberas del Jordán, es muy montañoso. Todo este desatino
debería haber llevado como subtítulo El
sueño de una noche de verano, a pesar del mal gesto de los cuarentones.
Todo esto era posible gracias a la juventud, al placer de estar bajo los
árboles, de jugar con las armas, de estar lejos de las mujeres, es decir, de
escamotear un problema difícil, de ser el punto más luminoso por ser el más
agudo de la revolución, de tener el asentimiento de la población de los campos
de refugiados, de ser fotogénicos en todo lo que se haga, y quizá de presentir
que este cuento de hadas de contenido revolucionario sería dentro de poco
devastado: los fedayines no querían
el poder, ya tenían la libertad.
A la vuelta de Beirut, en el aeropuerto de Damasco, encontré jóvenes fedayines escapados del infierno israelí. Tenían dieciséis o diecisiete años: reían, eran parecidos a los de Ashlun. Morirán igual que ellos. El combate por un país puede llenar una vida muy rica, pero corta. Es la elección, recuérdese, de Aquiles en la Ilíada.
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A la vuelta de Beirut, en el aeropuerto de Damasco, encontré jóvenes fedayines escapados del infierno israelí. Tenían dieciséis o diecisiete años: reían, eran parecidos a los de Ashlun. Morirán igual que ellos. El combate por un país puede llenar una vida muy rica, pero corta. Es la elección, recuérdese, de Aquiles en la Ilíada.
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(Publicado en Revue
d’études Palestiniennes, núm. 6, invierno de 1983 con el título “Quatre
Heures á Chatila”. Traducción del francés de Antonio Martínez Castro)
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