La caza de todo aquel que no parece europeo se ha generalizado en las
ciudades europeas
Sami Naïr - 16/12/2011
En el curso de la crisis económica y social, estamos asistiendo en todos los
países europeos al aumento del odio y del racismo contra los inmigrantes y los
extranjeros. Podríamos hacer aquí la lista de los países afectados por esa
peste de los tiempos modernos y, más aún, recordar que esta se desarrolla sin
que los poderes, aparte de algunas declaraciones lenitivas, reaccionen
seriamente. En Turín, acaban de asesinar a dos jóvenes senegaleses,
así, por pura reacción visceral contra unos trabajadores que no tienen la
fortuna de “parecer” del país donde viven… La extrema derecha se crece con la
crisis: la inmigración es un chivo expiatorio ideal, indefensa, sin derechos
verdaderos dignos de la civilización europea, y los partidos tradicionales, ya
sean de derechas o de izquierdas, solo alzan la voz tímidamente para condenar
el ostracismo del que los extranjeros son víctimas.
El nacionalismo chovinista, sencillamente xenófobo, se vuelve banal hasta el
punto de no sorprender ya a nadie. La crisis económica en la que se debate
Europa acentúa ese estado de ánimo. Lo que en estos momentos está más tocado es
el concepto mismo de solidaridad. Muchos movimientos y partidos políticos que
defendían la inmigración callan ahora para no dar la impresión de estar
ayudando a poblaciones alógenas en competencia, en el mercado laboral, con las
autóctonas. Más grave aún: los partidos conservadores europeos, apoyados en su
momento por algunos partidos socialistas, adoptaron en junio de 2008 en el
Parlamento Europeo la directiva llamada de la “vergüenza”, que exponía a la
vindicta pública (y policial) a los inmigrantes “no comunitarios”. Una actitud
escandalosa que nunca hay que dejar de recordar a quienes tomaron el partido de
dividir la solidaridad humana.
Desde esa época, la caza de todo aquel que no parece europeo se ha generalizado
en las ciudades europeas: en las calles, en los metros, se han multiplicado los
controles policiales basados en características raciales. En Europa, los
ministerios del Interior presentan el número de arrestados “ilegales” cada año
como trofeos de guerra, y aún más el número de expulsiones. La campaña
presidencial francesa, que empieza ahora, verá sin duda a un Sarkozy exhibiendo
cifras récord de expulsiones y a una Marine Le Pen, dirigente del Frente
Nacional de extrema derecha, replicándole que no ha habido suficientes. Podemos
apostar a que Italia, como Grecia, no se quedarán a la zaga en los difíciles
años de crisis que se perfilan. El actual Gobierno de derechas y de extrema
derecha griego está compuesto por un partido que reivindica abiertamente el
racismo y el antisemitismo. Este partido, por cierto, ha participado ya estas
últimas semanas en acciones contra los inmigrantes en Atenas. En Italia,
acabamos de entrar en la fase de los asesinatos.
¿Qué hacer ante este racismo que mata? No hay 36 soluciones: son necesarias
unas leyes mucho más estrictas para castigar a los culpables. El racismo no es
una opinión, es un delito penal. Las leyes antirracistas son el principal dique
contra la barbarie. Si a principios de los años treinta del siglo pasado la
Alemania de Weimar hubiese estado dotada de un arsenal de leyes represivas
contra el racismo y el antisemitismo, el nazismo, que se aprovechó de la
desesperación social provocada por la crisis de 1929, no se habría afianzado
con tanta facilidad.
También hay que dedicar más que nunca una enseñanza obligatoria, tanto en la
escuela primaria como secundaria, a la unidad profunda del género humano y a la
solidaridad ciudadana. Y hay que eludir los problemas ingenuos de la
solidaridad: el de la “tolerancia”, por ejemplo. Puesto que no se trata de
“tolerar” a unas personas diferentes por su cultura o su raza, aunque solo sea
porque algunos pueden alegar un derecho a la intolerancia, tal como se oye cada
vez más en determinados países europeos (derecho siempre justificado por
argumentos falaces: no son como nosotros, no quieren adaptarse, etcétera), sino
de hacer comprender que es una cuestión de derecho, solo de derecho, pero de
todo el derecho que tienen a estar aquí, porque trabajan y contribuyen a la
riqueza colectiva. Algunos pondrán en evidencia a aquellos que, de entre los
inmigrantes, hacen uso de derechos sociales sin tener derecho a ellos. ¿Pero
cuántos son y cuántos autóctonos están en la misma situación? No se hacen más
trampas ni se cometen más delitos entre los extranjeros inmigrantes que entre
los autóctonos. Hay, en cambio, una vigilancia mucho más dura y puntillosa
hacia los inmigrantes. Sí, incluso en época de crisis, los inmigrantes deben
beneficiarse de los mismos derechos que los demás.
Sobre el autor...
Sami Naïr es colaborador
asiduo de las páginas de opinión de EL PAÍS, el sociólogo y
eurodiputado francés ha sido consejero del ministro francés de
Interior para asuntos de integración y desarrollo, y fue nombrado
delegado interministerial al codesarrollo y a las migraciones
internacionales, cuando Lionel Jospin desempeñaba el cargo de primer
ministro.
Catedrático
de Ciencias Políticas en la Universidad de París VIII, en su más de
medio siglo de vida Naïr ha escrito una decena de libros, la mayoría
relacionadas con la inmigración. Entre sus obras figura Las heridas abiertas. Su último libro editado en castellano lleva por título Y vendrán...las migraciones en tiempos hostiles.
Su lucha por el reconocimiento de los derechos de los inmigrantes ha
sido reconocida con varios premios internacionales, como el Premio a la
Cooperación Internacional La General de Granada, en 2001.
Nacido
en Belfort (Francia) y de familia de origen argelino, se educó con los
jesuitas. Cuando aún no tenía 30 años, en los 70, trabajaba como
profesor de la Sorbona, y fue seguidor de la corriente intelectual de
Lucien Goldmann, el autor de El dios oculto. Aunque confiesa que su libro de cabecera nunca dejó de ser El Quijote. Eran los tiempos en que Sami Nair escribía La dialéctica de la totalidad o Teoría de la revolución en la obra de Lenin. Poco después comenzaría a viajar por España, de la que confiesa sentirse enamorado.
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