"Es una profesión extraña. Hasta la denominación choca: ¿arabista? Y el interlocutor recién presentado estira la nariz, arquea las cejas y queda con los ojos perplejos, suspenso por la sorpresa. En el peor de los casos -frecuente- aludirá a la inencontrable chilaba de vuestro vestuario, a las cuatro mujeres que, picarón, el Profeta permite, porque el conecedor a fondo nunca falta: una visita turística de seis horas a Tánger en el transbordador de Algeciras da para mucho. Es de suponer que situaciones parejas han de vivir (eso sí, sin intenciones de mugres y chilabas) quienes se atrevan a declararse escritores, filósofos o investigadores: a algún que otro probo trabajador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas lo clasifican en su censo como detective. En fin, unos y otros componemos esa ignorada grey, de veras marginal, que no especula con el suelo, ni contruye puentes ni crea nuevas variedades de trigo. Y el arabista enmudece sin osar contradecir las explicaciones que el interlocutor le ofrece sobre la guerra Irán-Iraq, sobre la verdadera solución al problema de Melilla o acerca del indiscutible origen árabe del vocablo "alameda", pues por algo comienza por "al". ¿Por dónde empezar?
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El interlocutor, un punto amostazado por tantos monosílabos, acaba conminando: "¿Es que no está usted deacuerdo conmigo?". Y el arabista, ante la amenaza de toda la hueste de Santiago cerrando sobre él, prefiere que quede sentada su ignorancia frente al bien informado lector de periódicos; mejor eso que arrostrar los peligrosos vericuatos de aclarar que Irán no es un país árabe, que Bagdad no es su capital o que decir Yomeini o Sájara es una gilipollez, se mire por donde se mire.
Ya a solas, el arabista, curtido en un largo catecumenado de sufrimientos y en su permamente ceremonia de iniciación, revisa, masoquista él, su colección de perlas, entresaca algunas y se extasía: "lo malo no vino con los árabes rubios de ojos azules, con la saga de los Omeyas, sino con sus acompañantes africanos", que para encetar el bollo no está mal; "desde que los baazistas trasladaron a Bagdad el califato que hasta entonces había tenido su sede en Damasco"... La emoción es demasiado fuerte, resuelve abandonar. Maquina escribir una carta al diario, mas la dude le consume: ¿merecerá salvarse de la papeleta informar al avezado periodista que el partido Baas fue fundado en pleno siglo XX por un cristiano sirio y que la sede del califato fue trasladada de Damasco a Bagdad en el año 756 d.C. por los abbasíes? ¿Es que lo suyo pasa de ser una puntillosidad ridícula de erudito cascarrabias? Como si el milenio arriba o abajo importase algo, inmersos como estamos en la cultura de la imagen. El temor a la papeleta atenaza sus manos, luego las dirige a la cocina, para combatir la depresión zampándose un bocadillo de jamón: ("usted, siendo arabista, no comerá cerdo, ¿verdad?")"
*Fragmento de "Al-Andalus contra España: La forja del mito" de Serafín Fanjul (arabista y catédratico de Literatura árabe en la Universidad Complutense de Madrid)
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