Ninguna guerra es limpia. Ni tan siquiera las que libra Estados
Unidos con su sofisticada tecnología militar, y ahí está para recordarlo
la reciente matanza de 16 civiles afganos por un soldado
norteamericano. No obstante, el lenguaje político y mediático
contemporáneo ha acuñado el término de “guerras sucias” para referirse a
aquellas en las que no hay en liza ejércitos nacionales, en las que los
fines de los contendientes y los frentes de batalla no son claramente
identificables, en las que no se hace el menor esfuerzo por distinguir
entre combatientes y civiles, en las que, por el contrario, los civiles
se convierten en blanco preferente y son tratados con sádica crueldad.
En los últimos lustros, África se ha convertido en el escenario por
excelencia de estas guerras sucias.
El miércoles pasado, el Tribunal Penal Internacional de La Haya emitió su primer veredicto en diez años de existencia: declaró culpable al señor de la guerra congolés Thomas Luganba
del delito de reclutar niños soldado para sus brutales campañas de
limpieza étnica. Luganba fue jefe de la Unión de Patriotas Congoleños
(UPC), una milicia que hacia 2002-2003 intentó hacerse con el control de
la región de Ituri, una de las mayores reservas de oro del mundo.
La sentencia sienta un precedente que podría ser usado contra Joseph Kony si es capturado y presentado ante el tribunal de La Haya. Kony, un señor de la guerra ugandés, es ahora una celebridad internacional gracias a la campaña en su contra de la ONG norteamericana Invisible Children, la de crecimiento más rápido y viral en la historia de Internet.
Desde finales de los años ochenta, Kony lidera el Ejército de
Resistencia del Señor (LRA en sus siglas en inglés). El LRA comenzó como
una milicia que luchaba por los derechos del oprimido pueblo acholi y
por un Gobierno basado en los 10 mandamientos bíblicos. Como en el caso
del congoleño Luganba y el UPC, la especialidad criminal de Kony y los
suyos ha sido el secuestro de niños para usarlos como soldados o
esclavas sexuales. También, la mutilación de labios, orejas o narices de
sus víctimas.
Hoy el LRA cuenta con unos 300 combatientes, ya no es activo en el
norte de Uganda y se ha trasladado al noreste de la República
Democrática del Congo, un corazón de las tinieblas selvático donde
campan por sus anchas diversas bandas, guerrillas y milicias. En
diciembre de 2009, las huestes de Kony mataron a 300 personas cerca de
una pequeña ciudad llamada Niangara (Congo); la mayoría fueron apaleadas
hasta la muerte, otras fueron estranguladas o macheteadas y unas pocas
tiroteadas.
La campaña Kony 2012 ha despertado una gran polémica. Sus críticos le
reprochan “simplismo” en sus contenidos, “paternalismo” en su enfoque y
“comercialidad” en sus recursos narrativos. Sus partidarios argumentan
que ha conseguido que millones de personas en el planeta conozcan la
existencia de Kony y de sus víctimas. Tal vez, señalan, acciones como
esta sean el único modo de que los dramas africanos lleguen al gran
público. Esta misma semana, George Clooney ha utilizado su notoriedad
como actor para denunciar en Nueva York y Washington que el régimen de
Sudán sigue asesinando a civiles en las montañas Nuba, continuando así
los horrores de Darfur. El viernes, Clooney y otros activistas fueron detenidos cuando se manifestaban frente a la embajada sudanesa.
En efecto, Kony no es un caso único. África sufre una auténtica plaga
de guerras sucias. Protagonizadas por bandas, guerrillas, sectas,
milicias o grupos fundamentalistas, las hay en Congo, Somalia, República
Centroafricana, Burundi, Sudán, Sudán del Sur, Chad, Níger y Nigeria.
En The New York Review of Books, comentando el libro Warfare in independent Africa, de William Reno, el
periodista Jeffrey Gettleman ha señalado que muchas tienen en común el
secuestro de niños para su conversión en máquinas de matar. “Los
niños”, escribe Gettleman, “son el arma perfecta: duros, fácilmente
manipulables, intensamente leales, sin miedo, y en África constituyen un
suministro inagotable. Depender de niños soldado significa depender de
la magia y la superstición: se les insta a untarse con aceite de palma
de coco como escudo contra las balas”.
Tras la II Guerra Mundial, los africanos se alzaron contra el colonialismo y el apartheid
y pagaron un elevado precio de dolor y sangre para conseguir la
independencia de sus países. Los nuevos Estados decidieron mantener las
fronteras establecidas por las potencias coloniales. Aunque eran
arbitrarias, y con frecuencia disparatadas geográfica, étnica y
culturalmente, la Organización para la Unidad Africana (OUA) las declaró
sagradas. Así se sentaron las bases para que las guerras entre Estados
fueran escasas y, en cambio, abundaran las civiles.
Amparados por sus protectores en Washington o Moscú en aquellos
tiempos de guerra fría, la mayoría de los líderes africanos no
promovieron Estados mínimamente solventes y democráticos, y optaron por
tiranías sectarias y corruptas. Es lo que ocurrió en Sierra Leona, en
África Occidental, un país rico en diamantes y escenario de una de las
guerras sucias más conocidas internacionalmente, la desencadenada en los
años 1990 por el Frente Revolucionario Unido (RUF en sus siglas en
inglés) de Foday Sankoh. El RUF se haría célebre por la práctica
sistemática de la amputación de piernas y brazos para espantar a sus
rivales.
En Warfare in independent Africa, William Reno argumenta que
las guerras sucias africanas se han disparado tras la caída del muro de
Berlín porque Washington y Moscú promovían la unidad de los rebeldes
que cada cual apadrinaba. Ahora ningún poder exterior amortigua las
tendencias centrífugas; al contrario, traficantes de armas y
comerciantes de oro, diamantes y cobalto prefieren exacerbarlas en
beneficio propio. El resultado son millones de muertes de civiles y la
generalización de horrores como las violaciones masivas de mujeres.
En el archipiélago de fuerzas insurgentes en el África subsahariana,
los que aparecen como más motivados ideológicamente y mejor organizados
son grupos islamistas como Shabab, en Somalia, y Boko Haram, en Nigeria. En sintonía con los postulados de Al Qaeda, combaten por un califato basado en una tosca lectura del islam.
El movimiento nigeriano, cuyo nombre en lengua hausa significa algo
así como “la educación occidental es pecado", estremeció al mundo la
pasada Navidad con sus atentados contra iglesias cristianas repletas de
fieles. Fundado hacia 2002 por el carismático predicador Mohamed Yusuf
en la ciudad de Maiduguri, Boko Haram se radicalizó a partir de que
Yusuf fuera capturado y asesinado en 2009 por fuerzas gubernamentales
nigerianas.
Como tantas otras, la insurgencia de Boko Haram se enraíza en la
historia africana anterior a la colonización, en el califato de Sokoto
que gobernó un amplio territorio de lo que hoy son el norte de Nigeria y
Níger y el sur de Camerún. Desde la conquista de Sokoto por los
británicos en 1903, persiste entre los musulmanes de esa zona una fuerte
resistencia a la occidentalización.
“En tiempos anteriores a la colonización —así que tampoco hace
tanto—, en África habían existido más de 10.000 países, entre pequeños
Estados, reinos, uniones étnicas y federaciones”, recordó el periodista
polaco Ryszard Kapuscinski en Ébano. El colonialismo europeo lo
dejó en medio centenar de Estados artificiales. Ahora la historia
vuelve a África por la puerta de atrás y aquel “fulgurante mosaico” que
embriagaba a Kapuscinski con “su versatilidad, su riqueza, su
resplandeciente colorido” exhibe en las guerras sucias su rostro más
horroroso.
* Publicado por Javier Valenzuela en elpais.com
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