Ahmadou Kourouma, escritor marfileño (1927-2003) de origen malinké, uno de los
grupos étnicos de África occidental.
Educado por uno de sus tíos estudió en Bamako, Malí. De 1950 a 1954,
durante la colonización francesa, se incorporó a los ‘Tiradores
senegaleses’ antes de trasladarse a Francia para estudiar matemáticas en
Lyon.
En 1960, después de la independencia de Costa de Marfil, regresó a vivir en su país de origen, en el régimen del presidente Félix Houphouët Boigny y fue detenido por sus ideas.
En 1970 publicó su primera novela, Los soles de la independencia, y 20 años más tarde, Ultrajes et défis. En 1994, Esperando el voto de las fieras, con el cual ganó el Prix du Livre Inter (premio literario creado en 1975. En 2000 publica Allah n’est pas obligé (Alá no está obligado) con la que ganó el premio Renaudot creado en 1926 por periodistas y críticos literarios.
En 1960, después de la independencia de Costa de Marfil, regresó a vivir en su país de origen, en el régimen del presidente Félix Houphouët Boigny y fue detenido por sus ideas.
En 1970 publicó su primera novela, Los soles de la independencia, y 20 años más tarde, Ultrajes et défis. En 1994, Esperando el voto de las fieras, con el cual ganó el Prix du Livre Inter (premio literario creado en 1975. En 2000 publica Allah n’est pas obligé (Alá no está obligado) con la que ganó el premio Renaudot creado en 1926 por periodistas y críticos literarios.
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"El
África sin voz tan sólo es un campo de fútbol. Hay dos equipos, siempre
los mismos, y los dos blancos", dijo en una ocasión el escritor francés
Albert Londres. "Uno de ellos lleva los colores de la Administración;
otro, los colores del hombre de negocios; el negro hace de balón". En
1929, Albert Londres, uno de los mejores y más lúcidos reporteros del
mundo convulso de entreguerras, tras uno de sus viajes, publicaría un
violento alegato contra la colonización blanca en África titulado Terre d'ébène
(Le Serpent à Plumes, 1998). Los insultos con los que sería obsequiado
no se harían esperar: mestizo, judío, embustero, enano, canalla, vil
autor de folletones, ingrato, denigrador de la obra francesa, recogedor
de colillas. Desde entonces, desde los años de la colonización, la
situación sigue siendo la misma. El africano sigue siendo
invariablemente la misma pelota, pero los canallas que dan las patadas
han ido cambiando según las épocas. Están, por un lado, los regímenes
dictatoriales y de vulgares bandoleros que se han matado entre ellos y
que, por otro, se han repartido y han expoliado sin piedad sus
respectivos pueblos, la misma, eterna, pelota de siempre. Dictadores y
saqueadores perpetuados en etapas devastadoras para su continente, como
la de la Guerra Fría, a la que seguiría otra no menos cruenta, que sumió
a sus poblaciones en un caos sin precedentes. Esta nueva plaga es la de
las feroces guerras tribales, en las que se inventan nuevos y
peculiares ejércitos, ejércitos desarraigados y drogados, criados en una
insaciable cultura de la muerte y enfurecidos por un difuso combate
generalizado y por el terror común, abismal, a "los comedores de almas".
Ejércitos cuyos uniformes fantasmales colgaban de manera ridícula y a
los que se les había entregado un Kalachnikov como único y mortífero
juguete. Sus inexpugnables campamentos en la selva estaban rodeados de
estacas rematadas con calaveras ("la guerra tribal lo quiere así").
Estamos hablando de los llamados "niños-soldados", el atroz tema y la
figura protagonista autóctona escogida por el más célebre escritor
actual de la francofonía africana, nacido en 1927, en Costa de Marfil,
Ahmadou Kourouma, para su estremecedora novela, Alá no está obligado ("no está obligado a atender las plegarias de todos los pobres hombres", como reza el proverbio del Islam negro).
Y
este es el marco histórico (guerra, destrucción, hambre, desarraigo,
odio y xenofobia tribal, corrupción, superstición, ejércitos de niños,
ablaciones en masa, tortura y rituales de antropofagia) en el que se
sitúa la acción de la novela de Kourouma. Pero lo insólito es la voz
torpe, atropellada, acostumbrada a todo, "sin miedo", que lucha con los
diccionarios de los colonizadores a los que tiene que adaptar su
inimaginable realidad y que, gracias a ello, a esos utensilios simples,
extranjeros y aproximativos, narra como puede toda esa cadena de
atrocidades, sin un final previsible y cercano, de la que ha sido
testigo. Esta voz es la de Birahima, un niño de la calle, un niño
soldado, un malinkés criado en la religión coránica, que atraviesa junto
a un musulmán cojo, fabricante de fetiches, dos países inmersos en
apocalípticas guerras tribales, la de Liberia, y más tarde la de Sierra
Leona, con su encarnizada batalla por el control de los diamantes.
Ser
huérfano es una desgracia incuestionable en cualquier cultura, pero
será precisamente eso lo que librará al pequeño Birahima del privilegio
de llegar al grado extremo de su condición de niño soldado: convertirse
en un cachorro de "licaón revolucionario", es decir, de niños soldados
encargados especialmente de las "tareas inhumanas". Cuando uno de los
generales, amos absolutos en sus reinos infernales de la selva cercana a
Freetown, le pregunte al pequeño Birahima por sus padres y le conteste
éste que están muertos, el brutal exterminador le dirá: "No tienes
suerte, nunca podrás convertirte en un buen cachorro de licaón
revolucionario. Tu padre y tu madre ya están muertos. Para convertirte
en un buen cachorro es necesario matar con las propias manos ¿me
comprendes? matar a uno de tus propios padres, padre o madre, y luego
ser iniciado". La explicación dada es simple: "En las guerras tribales
se necesita un poco de carne humana. Eso endurece el corazón y protege
contra las balas".
En este libro la
sangre, raudales de sangre, fluye sin contención de ninguna clase, como
un grifo abierto que nadie puede cerrar. Historias que dejan sin
respiración y que muchas veces, como en el caso de la historia del cruel
dictador Doe, son completadas por testimonios cercanos, como los que
conocíamos a través del espléndido libro de Ryszard Kapuscinski, Ébano
(Anagrama, 2000). Cuando Kapuscinski fue a Monrovia, el casete más
vendido en los mercados era el que mostraba cómo se había torturado
hasta la muerte, cortándolo a trozos, al feroz Samuel Doe. Para
contemplar la tortura de dos horas de duración, la gente tenía que
hacerse invitar por los vecinos más acomodados, con vídeo, o acudir a
aquellos bares donde el casete estaba puesto siempre... Una escena que
nos devuelve, fatalmente, al principio de estas líneas: una televisión
que retransmite un juego macabro, en el que dos equipos, o más, se
disputan una pelota, y en el que la pelota son siempre los mismos seres
humanos, a los que Alá no siempre tiene la obligación de defender.
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