La noticia en sí misma es suficientemente trágica: una atleta olímpica muere en una patera
tras dejar atrás su país, Somalia, para buscar un futuro deportivo
mejor. Ocurrió, al parecer, en abril de este año. Pero ¿qué vivió Samia
Yusuf Omar antes de su momento de fama, en Pekín 2008? ¿Qué ocurrió
después? ¿Cómo llegó a subir a una barca para intentar perseguir su
sueño en Italia?
Samia alcanzó los titulares hace cuatro años por llegar la última en la prueba de 200 metros
con una marca de 32,16 segundos, 10 más que la ganadora. El estadio se
levantó en aplausos al atisbar a la atleta descolgada, de tan solo 17
años, y premió en ella el valor olímpico de la superación. Fue recibida
en Mogadiscio con escasos honores. Ni siquiera su familia había podido
verla correr. Pese al resultado, estaba pletórica: "Ha sido una
experiencia bellísima. He llevado la bandera de Somalia y he estado con
los mejores deportistas del mundo".
Pekín fue el Dorado durante los días en que escapó a la guerra civil
que se inició en su país en 1991, el año en que nació. En la villa
olímpica se olvidó de vivir hacinada (siete en dos habitaciones), de la
dieta forzosa de pan y agua tantos días o de los insultos y golpes de
los milicianos fundamentalistas que conseguían a veces abortar su
entrenamiento. Dejó de ser la única cuidadora de sus cinco hermanos
menores, y cambió por un tartán impoluto el estadio de Coni, repleto de
baches.
La atleta había convivido con muchas más penalidades infligidas por
el país cuya bandera esgrimió orgullosamente cuando llegó a la meta. Somalia era y es un torbellino bélico y político cuyas primeras víctimas son los ciudadanos y especialmente las mujeres.
Un desgraciado ranking publicado en 2011
situaba a Somalia como el quinto peor país del mundo para ser mujer. La
propia ministra encargada de estos asuntos, Maryan Qasim, declaraba
entonces: "Estoy sorprendida. Pensaba que ocupábamos el primer lugar".
La atleta que se sobrepuso al hambre y a la intolerancia, a contar
solo algunos días con entrenadores aficionados, fue sometida, casi con
total seguridad, a la ablación
(prácticamente todas las niñas son mutiladas sexualmente). No solo le
acechaban quienes la querían tapada y en su casa. Aquel informe, basado
en las experiencias y valoraciones de más de 300 expertos, señalaba que
las violaciones diarias son un hecho, así como el limitado acceso a la
educación (Samia abandonó el colegio a los ocho años para cuidar de sus
cinco hermanos al morir su padre por un proyectil en el mercado en el
que trabajaba), recursos de subsistencia y atención sanitaria.
El mayor peligro para las mujeres, reconocía la propia ministra, es
pretender ser madre. Si Samia se hubiesa quedado embarazada habría
tenído el 50% de posibilidades de morir. "No hay cuidados previos al
parto, ni hospitales, ni sistema de salud, nada".
El entusiasmo de la vuelta de Samia a Mogadiscio, tal y como recoge este reportaje de Al Yazira, firmado por Teresa Krug, se trocó rápidamente en ocultismo. Vivió de cerca un golpe mortal de Al-Shabab,
el brazo somalí de Al Qaeda, y el miedo hizo que negase que era atleta
cuando le preguntaban. Era el tiempo en que el grupo fundamentalista
prohibió a todos los somalíes participar en deportes e incluso verlos
por televisión. El estadio pasó a ser la base de la organización. La
muerte en 2009 como consecuencia de las heridas en un atentado del
ministro de Deportes, Suleiman Olad Roble, se llevó por delante lo que
quedaba del Comité Olímpico Somalí.
La situación política había empeorado. En 2009 el nuevo gobierno
federal de transición, encabezado por el islamista moderado Sheikh
Sharif Sheikh Ahmed, es incapaz de evitar los enfrentamientos con
Al-Shabab e Hizbul Islam y en noviembre apenas controla la periferia de
la capital. La madre de Samia deja su trabajo de vendedora de fruta y
verdura, el único sustento de los seis hijos. En diciembre se mudan a un
campo de desplazados cercano a Mogadiscio. Pero las condiciones son tan
inhumanas que deciden afrontar el riesgo de regresar a la capital.
En octubre de 2010 Samia se marcha a Etiopía, con la esperanza de
encontrar un entrenador que la llevase de vuelta a unos Juegos
Olímpicos. En abril de 2011, la atleta, visiblemente desnutrida (no ha
podido correr en los últimos dos meses) consigue entrevistarse con el
exolímpico Eshetu Tura. El medallista etíope no había oído hablar de la atleta somalí, pero acepta entrenarla.
Samia, de 20 años, toma tres autobuses todos los días para llegar a
la cita de las 7.30. Vive con una tía. Pretende recolocar a su familia
una vez que consiga ganar dinero como atleta. Pero su sueño es revivir
en Reino Unido la experiencia de Pekín.
Londres 2012. En el desfile inaugural, la delegación somalí lleva una abanderada. No es ella. No ha conseguido su sueño.
Teresa Krug, la periodista que quiso escribir un libro sobre Samia, revela
ahora que intentó convencerla en vano de que no abandonara Etiopía para
viajar a Sudán y luego a Libia. La atleta no dio señales de vida hasta
llegar a terreno libio, "milagrosamente viva", en palabras de la
reportera. Desde allí se comunicaron esporádicamente. "En su último
mensaje me contó que había estado en la cárcel y muy mal físicamente,
pero que en ese momento se encontraba bien". Eran los albores de 2012.
Su compatriota Abdi Bile, campeón del mundo de los 1.500 en Roma 1987, habló hace pocos días ante el comite olímpico somalí, que se felicitaba por el triunfo de Mo Farah, el niño llegado al Reino Unido con 10 años y convertido en doble medallista bajo la bandera británica.
Bile interrumpió la euforia: "Samia ha muerto. Ha muerto por llegar a
Occidente. Tomó una patera en Libia que debía llevarla a Italia". La
audiencia aplaude, como narra la escritora de origen somalí Igiaba Scego. Comparten
el dolor. Cada familia tiene a alguien querido desaparecido en una
barca clandestina. El mar fue el último infierno, el que Samia no pudo
sortear.
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