El novelista Jonathan Litell nos adentra en el corazón del conflicto sirio a través del relato de su viaje narrado en cinco capítulos para Elpais.com. En esta primera entrega, "La zona intermedia" relata cómo entró en Siria desde el norte de
Líbano de la mano de una red de colaboradores de la resistencia
"Desde el principio", dice el hombre que nos va a ayudar a pasar la
frontera, con su enorme barba surcada por una sonrisa maliciosa, "me
llamaron Al Ghadab, La Cólera. ¡Y eso que estoy todo el tiempo
riendo!". Achaparrado, vestido con chándal negro, con dos móviles en la
mano, La Cólera está en un apartamento glacial de Trípoli, al norte de
Líbano. Le acompañan dos hombres libaneses que dan la impresión de ser
contrabandistas. Pero él no es un profesional. "Cuando empezó este
asunto", nos contará más tarde, "yo estaba a punto de casarme. Tuve que
elegir: la revolución o el matrimonio". En julio, cuando se formaron las
primeras unidades del Ejército Libre de Siria (ELS), empezó a ir y
venir para ellos, transportando heridos, material médico, a periodistas
como nosotros, cosas variadas. Su familia vive con desahogo: "No lo hago
por dinero", asegura.
Es por la mañana. La lluvia cae con fuerza. Uno de los dos libaneses,
al volante de una furgoneta, nos lleva a los tres (La Cólera, el
fotógrafo Mani y yo) por las carreteritas de Monte Líbano, para evitar
los controles del Ejército libanés, hasta una gran llanura pedregosa.
Delante de nosotros, Siria. Pasada una curva de la carretera, nos
esperan tres jóvenes con motos. Tampoco ellos son profesionales, no son
más que unos agricultores locales, con las manos rojas y encallecidas.
Vamos por unos caminos llenos de barro, entre casas y campos de
labranza, nos cruzamos con niños mocosos y mal vestidos, colmenas,
algunos caballos, hasta llegar a una casa en la que unos campesinos
sonrientes nos sirven café. Una comunicación por radio: el camino está
despejado, volvemos a salir hacia otra casa del pueblo, más allá. En ese
momento, llega al móvil un SMS del Ministerio de Turismo, en inglés:
"Bienvenido a Siria". Hemos pasado al otro lado del espejo.
A diferencia de los pueblos que están un poco más allá, esta aldea
permanece tranquila: "Aquí no hay manifestaciones", explica nuestro
anfitrión. "No queremos atraer a los mujabarats y poner en
peligro el tráfico". Pero el ELS no está lejos. La Cólera vuelve con una
camioneta descubierta, nos amontona en la parte delantera, y
arrancamos. Campos, huertos, pequeñas carreteras llenas de baches;
enseguida nos cruzamos con un oficial del ELS en un vehículo, después
una barrera, sobre un puente, organizada por combatientes que controlan
las idas y venidas de camionetas y camiones, contrabandistas llegados
del Líbano con todas las cosas que les faltan a los habitantes locales.
Sobre la barrera ondea una bandera negra, blanca y verde, con tres
estrellas rojas: la bandera de la revolución siria.
El teléfono de La Cólera suena sin parar; el ELS tiene observadores
en todas partes, para prevenir los posibles movimientos de tropas o la
colocación de controles móviles, los más peligrosos. Al día siguiente,
un amigo de La Cólera, desertor del Servicio de Seguridad del Estado,
muere delante de una de esas barreras, no lejos de aquí, ametrallado
cuando intentaba huir. La Cólera tiene escondida una granada junto al
volante; si le atrapan, no será con vida.
En la carretera, visible a unos centenares de metros, se alza uno de
los controles fijos que rodean la pequeña ciudad de al Qusayr; La Cólera
tuerce hacia un camino de tierra y la rodea a través de los descampados
en los que acampan las familias de beduinos. Llegamos a la ciudad,
donde navegamos por callejones entre edificios de dos plantas de
hormigón pulverizado, que tienen un aspecto gris bajo la lluvia. Dos
semanas después, en Homs, un activista me dirá: "El ELS liberará Homs
antes que Qusayr. El régimen no dejará Qusayr jamás. Si pierden Qusayr,
pierden toda la frontera". Sin embargo, no parece que el Ejército sirio
siga controlando la ciudad. Aparte de las barreras del perímetro y los
carros de combate más o menos ocultos debido al acuerdo con la Liga
Árabe, el Ejército oficial no conserva en realidad más que los edificios
del Ayuntamiento y el hospital, en el centro.
Paso varias veces por delante del Ayuntamiento, un gran edificio de
cuatro plantas, de estilo soviético, con las ventanas rotas y, en el
tejado, los sacos de arena que servían para proteger los nidos de los
francotiradores. Hasta hace poco, esos francotiradores disparaban
constantemente sobre las calles, sobre todo de noche; pero, después de
que el ELS atacara y consiguiera entrar en el edificio, se firmó un
acuerdo con el comandante, y sus hombres están tranquilos. El ELS
circula con libertad por la villa, a veces en camionetas armadas con una
ametralladora pesada y con la enseña de la katiba al Farouk,
la unidad encargada de la zona, ondeando sobre las puertas. Cada tarde,
cuando los habitantes se reúnen en las calles para manifestarse contra
el régimen, docenas de soldados del ELS, armados, se colocan en las
intersecciones para protegerlos. "No solemos intervenir", explica un
oficial con el que hablo al día siguiente, rodeado de 15 de sus hombres,
en una granja a las afueras de la ciudad. "Las barreras están en su
sitio y no nos molestan. No atacamos más que cuando el Ejército regular
intenta llevar a cabo una operación".
El viaje de Qusayr a Homs, alrededor de 30 kilómetros, lo hacemos de
la misma forma: pasando de casa en casa, de vehículo en vehículo, de
mano en mano. Una amplia red de civiles ayuda al ELS y la revolución. En
cada etapa, un coche o una moto sale por delante para comprobar si la
carretera está despejada. Y, cuando nos movemos, siempre hay gente
delante, alrededor, detrás; los teléfonos no dejan de sonar para
transmitir las últimas informaciones. Es como si, frente a la malla
policial y de seguridad del Partido Baaz y los mujabarats (una
red que domina la vida del país desde hace decenios y en la que toda la
población, de una u otra manera, vive atrapada), la sociedad hubiera
establecido, en estos últimos meses, otra red casi tan eficaz como
aquella, formada por activistas civiles, personalidades, figuras
religiosas y, cada vez más, miembros de las fuerzas armadas, los
desertores que componen el ELS. Esta contrarred resiste frente a la
otra, la esquiva e incluso empieza a absorberla. Cuando se circula entre
la frontera libanesa y Homs, se vuelve visible. Siempre había existido,
sin duda, una resistencia pasiva a la malla tendida por el régimen,
pero ahora esa segunda red se ha independizado por completo de la
primera. Como si, desde la primavera pasada, la sociedad siria se
hubiera desdoblado y existieran en el país dos sociedades paralelas, en
un conflicto mortal.
También llama la atención la inteligencia política de los ciudadanos
corrientes que participan en la revuelta. Abu Abdo, uno de nuestros
conductores, nos pregunta: "¿Habéis visto por aquí a algún salafista,
como denuncia Bachar?". "Depende", contesta Mani. "¿Qué entiendes por
salafista?". "Exacto. Esa palabra quiere decir dos cosas. Los musulmanes
de Siria siguen la vía de la moderación y, para vivir bien, deben
imitar el ejemplo de un ancestro piadoso. Ese es el sentido original de
la palabra. El otro, el sentido actual de takfirista, yihadista,
terrorista, es una invención de los estadounidenses y los israelíes. No
tiene nada que ver con nosotros". Más tarde, durante una larga pausa en
una granja, se muestra muy crítico con los partidos de la oposición:
"Hoy, al contrario que en Hama en 1982, el que se está rebelando es el
pueblo. Los Hermanos Musulmanes, los comunistas, los salafistas y los
demás movimientos políticos corren para alcanzarlo y subirse a sus
hombros. Pero la calle siria rechaza la politización del movimiento.
Acepta la ayuda que se le da, venga de donde venga, pero no puede ser
una ayuda condicional. La calle no se ha rebelado para reivindicar una
opción política concreta, sino como reacción contra la opresión y las
humillaciones. El pueblo sirio ha vivido como en un gallinero: tienes
derecho a comer, dormir, poner huevos, y nada más. No hay sitio para las
ideas. Es la Corea del Norte de Oriente Próximo".
La conversación continúa durante buena parte del trayecto. Rodeamos
una gran planta química, de la que emana un olor inmundo; más allá se
extiende el lago de Homs, una fina lengua azul; unas nubes cubren el
horizonte, pero por encima brilla el sol, que ilumina el paisaje sucio,
caótico, dominado por ese dinosaurio industrial con sus inmensos
montones de polvo amarillo. Ante nosotros aparece ya la autopista
elevada Damasco-Homs, llena de vehículos, como en época normal. Es el
último obstáculo que debemos franquear, sorteando la estrecha vigilancia
del Ejército regular. Pero también aquí el ELS tiene sus medios, que es
preciso mantener en secreto. Detrás de la autopista nos aguarda otro
coche, con dos jóvenes combatientes del ELS. Arrancamos a toda prisa. El
tejido urbano se espesa, estamos en las afueras de la ciudad. Un poco
más allá, en mitad de una amplia avenida, una barrera del ELS controla
un cruce de calles. El barrio liberado de Bab Amro se encuentra al otro
lado.
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Jonathan Littell (Nueva York, 10 de octubre de 1967) es un escritor franco-estadounidense de orígen judío. Su novela Las Benévolas ("Les Bienveillantes"), escrita en francés a los 39 años, ha sido galardonada con el Premio Goncourt de 2006 y el Grand prix du roman de l'Académie française de ese mismo año.
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