miércoles, 15 de febrero de 2012

Viaje al corazón del conflicto sirio

El novelista Jonathan Litell nos adentra en el corazón del conflicto sirio a través del relato de su viaje narrado en cinco capítulos para Elpais.com. En esta primera entrega, "La zona intermedia" relata cómo entró en Siria desde el norte de Líbano de la mano de una red de colaboradores de la resistencia




"Desde el principio", dice el hombre que nos va a ayudar a pasar la frontera, con su enorme barba surcada por una sonrisa maliciosa, "me llamaron Al Ghadab, La Cólera. ¡Y eso que estoy todo el tiempo riendo!". Achaparrado, vestido con chándal negro, con dos móviles en la mano, La Cólera está en un apartamento glacial de Trípoli, al norte de Líbano. Le acompañan dos hombres libaneses que dan la impresión de ser contrabandistas. Pero él no es un profesional. "Cuando empezó este asunto", nos contará más tarde, "yo estaba a punto de casarme. Tuve que elegir: la revolución o el matrimonio". En julio, cuando se formaron las primeras unidades del Ejército Libre de Siria (ELS), empezó a ir y venir para ellos, transportando heridos, material médico, a periodistas como nosotros, cosas variadas. Su familia vive con desahogo: "No lo hago por dinero", asegura.
Es por la mañana. La lluvia cae con fuerza. Uno de los dos libaneses, al volante de una furgoneta, nos lleva a los tres (La Cólera, el fotógrafo Mani y yo) por las carreteritas de Monte Líbano, para evitar los controles del Ejército libanés, hasta una gran llanura pedregosa. Delante de nosotros, Siria. Pasada una curva de la carretera, nos esperan tres jóvenes con motos. Tampoco ellos son profesionales, no son más que unos agricultores locales, con las manos rojas y encallecidas. Vamos por unos caminos llenos de barro, entre casas y campos de labranza, nos cruzamos con niños mocosos y mal vestidos, colmenas, algunos caballos, hasta llegar a una casa en la que unos campesinos sonrientes nos sirven café. Una comunicación por radio: el camino está despejado, volvemos a salir hacia otra casa del pueblo, más allá. En ese momento, llega al móvil un SMS del Ministerio de Turismo, en inglés: "Bienvenido a Siria". Hemos pasado al otro lado del espejo.
A diferencia de los pueblos que están un poco más allá, esta aldea permanece tranquila: "Aquí no hay manifestaciones", explica nuestro anfitrión. "No queremos atraer a los mujabarats y poner en peligro el tráfico". Pero el ELS no está lejos. La Cólera vuelve con una camioneta descubierta, nos amontona en la parte delantera, y arrancamos. Campos, huertos, pequeñas carreteras llenas de baches; enseguida nos cruzamos con un oficial del ELS en un vehículo, después una barrera, sobre un puente, organizada por combatientes que controlan las idas y venidas de camionetas y camiones, contrabandistas llegados del Líbano con todas las cosas que les faltan a los habitantes locales. Sobre la barrera ondea una bandera negra, blanca y verde, con tres estrellas rojas: la bandera de la revolución siria.
El teléfono de La Cólera suena sin parar; el ELS tiene observadores en todas partes, para prevenir los posibles movimientos de tropas o la colocación de controles móviles, los más peligrosos. Al día siguiente, un amigo de La Cólera, desertor del Servicio de Seguridad del Estado, muere delante de una de esas barreras, no lejos de aquí, ametrallado cuando intentaba huir. La Cólera tiene escondida una granada junto al volante; si le atrapan, no será con vida.
En la carretera, visible a unos centenares de metros, se alza uno de los controles fijos que rodean la pequeña ciudad de al Qusayr; La Cólera tuerce hacia un camino de tierra y la rodea a través de los descampados en los que acampan las familias de beduinos. Llegamos a la ciudad, donde navegamos por callejones entre edificios de dos plantas de hormigón pulverizado, que tienen un aspecto gris bajo la lluvia. Dos semanas después, en Homs, un activista me dirá: "El ELS liberará Homs antes que Qusayr. El régimen no dejará Qusayr jamás. Si pierden Qusayr, pierden toda la frontera". Sin embargo, no parece que el Ejército sirio siga controlando la ciudad. Aparte de las barreras del perímetro y los carros de combate más o menos ocultos debido al acuerdo con la Liga Árabe, el Ejército oficial no conserva en realidad más que los edificios del Ayuntamiento y el hospital, en el centro.
Paso varias veces por delante del Ayuntamiento, un gran edificio de cuatro plantas, de estilo soviético, con las ventanas rotas y, en el tejado, los sacos de arena que servían para proteger los nidos de los francotiradores. Hasta hace poco, esos francotiradores disparaban constantemente sobre las calles, sobre todo de noche; pero, después de que el ELS atacara y consiguiera entrar en el edificio, se firmó un acuerdo con el comandante, y sus hombres están tranquilos. El ELS circula con libertad por la villa, a veces en camionetas armadas con una ametralladora pesada y con la enseña de la katiba al Farouk, la unidad encargada de la zona, ondeando sobre las puertas. Cada tarde, cuando los habitantes se reúnen en las calles para manifestarse contra el régimen, docenas de soldados del ELS, armados, se colocan en las intersecciones para protegerlos. "No solemos intervenir", explica un oficial con el que hablo al día siguiente, rodeado de 15 de sus hombres, en una granja a las afueras de la ciudad. "Las barreras están en su sitio y no nos molestan. No atacamos más que cuando el Ejército regular intenta llevar a cabo una operación".
El viaje de Qusayr a Homs, alrededor de 30 kilómetros, lo hacemos de la misma forma: pasando de casa en casa, de vehículo en vehículo, de mano en mano. Una amplia red de civiles ayuda al ELS y la revolución. En cada etapa, un coche o una moto sale por delante para comprobar si la carretera está despejada. Y, cuando nos movemos, siempre hay gente delante, alrededor, detrás; los teléfonos no dejan de sonar para transmitir las últimas informaciones. Es como si, frente a la malla policial y de seguridad del Partido Baaz y los mujabarats (una red que domina la vida del país desde hace decenios y en la que toda la población, de una u otra manera, vive atrapada), la sociedad hubiera establecido, en estos últimos meses, otra red casi tan eficaz como aquella, formada por activistas civiles, personalidades, figuras religiosas y, cada vez más, miembros de las fuerzas armadas, los desertores que componen el ELS. Esta contrarred resiste frente a la otra, la esquiva e incluso empieza a absorberla. Cuando se circula entre la frontera libanesa y Homs, se vuelve visible. Siempre había existido, sin duda, una resistencia pasiva a la malla tendida por el régimen, pero ahora esa segunda red se ha independizado por completo de la primera. Como si, desde la primavera pasada, la sociedad siria se hubiera desdoblado y existieran en el país dos sociedades paralelas, en un conflicto mortal.
También llama la atención la inteligencia política de los ciudadanos corrientes que participan en la revuelta. Abu Abdo, uno de nuestros conductores, nos pregunta: "¿Habéis visto por aquí a algún salafista, como denuncia Bachar?". "Depende", contesta Mani. "¿Qué entiendes por salafista?". "Exacto. Esa palabra quiere decir dos cosas. Los musulmanes de Siria siguen la vía de la moderación y, para vivir bien, deben imitar el ejemplo de un ancestro piadoso. Ese es el sentido original de la palabra. El otro, el sentido actual de takfirista, yihadista, terrorista, es una invención de los estadounidenses y los israelíes. No tiene nada que ver con nosotros". Más tarde, durante una larga pausa en una granja, se muestra muy crítico con los partidos de la oposición: "Hoy, al contrario que en Hama en 1982, el que se está rebelando es el pueblo. Los Hermanos Musulmanes, los comunistas, los salafistas y los demás movimientos políticos corren para alcanzarlo y subirse a sus hombros. Pero la calle siria rechaza la politización del movimiento. Acepta la ayuda que se le da, venga de donde venga, pero no puede ser una ayuda condicional. La calle no se ha rebelado para reivindicar una opción política concreta, sino como reacción contra la opresión y las humillaciones. El pueblo sirio ha vivido como en un gallinero: tienes derecho a comer, dormir, poner huevos, y nada más. No hay sitio para las ideas. Es la Corea del Norte de Oriente Próximo".
La conversación continúa durante buena parte del trayecto. Rodeamos una gran planta química, de la que emana un olor inmundo; más allá se extiende el lago de Homs, una fina lengua azul; unas nubes cubren el horizonte, pero por encima brilla el sol, que ilumina el paisaje sucio, caótico, dominado por ese dinosaurio industrial con sus inmensos montones de polvo amarillo. Ante nosotros aparece ya la autopista elevada Damasco-Homs, llena de vehículos, como en época normal. Es el último obstáculo que debemos franquear, sorteando la estrecha vigilancia del Ejército regular. Pero también aquí el ELS tiene sus medios, que es preciso mantener en secreto. Detrás de la autopista nos aguarda otro coche, con dos jóvenes combatientes del ELS. Arrancamos a toda prisa. El tejido urbano se espesa, estamos en las afueras de la ciudad. Un poco más allá, en mitad de una amplia avenida, una barrera del ELS controla un cruce de calles. El barrio liberado de Bab Amro se encuentra al otro lado.
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 Jonathan Littell (Nueva York, 10 de octubre de 1967) es un escritor franco-estadounidense de orígen judío. Su novela Las Benévolas ("Les Bienveillantes"), escrita en francés a los 39 años, ha sido galardonada con el Premio Goncourt de 2006 y el Grand prix du roman de l'Académie française de ese mismo año.





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