sábado, 21 de julio de 2012

Suite francesa

- Irene Némirovsky
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En 1929, Bernard Grasset recibió por correo un manuscrito titulado David Golder. Entusiasmado tras su lectura, de inmediato decidió publicarlo, pero el autor, tal vez temiendo un fracaso, no había incluido ni su nombre ni su dirección, tan sólo un apartado de correos. Así pues, Grasset publicó un breve anuncio en los periódicos invitando al misterioso escritor a que se diera a conocer.
Cuando pocos días después Iréne Némirovsky se presentó ante él, al editor le costó creer que aquella joven de aspecto alegre y llano que residía en Francia desde hacía sólo diez años fuese la autora de aquel libro brillante, cruel, audaz y que, sobre todo, traslucía un perfecto dominio narrativo. Era la clase de obra que un escritor logra en su madurez. Admirándola ya, pero aún dudoso, la interrogó largo rato para asegurarse de que no se trataba del testaferro de un escritor que deseaba permanecer en la sombra.
Cuando se publicó, la novela David Golder fue unánimemente aplaudida por la crítica, hasta el punto de que Iréne Némirovsky se convirtió en una celebridad, adulada por escritores tan dispares como Joseph Kessel, que era judío, y Robert Brasillach, monárquico de extrema derecha y antisemita. Este último alabó la pureza de la prosa de aquella recién llegada a las letras francesas. Aunque nacida en Kiev, Iréne Némirovsky había aprendido francés con su aya desde la más tierna infancia. Hablaba asimismo con fluidez ruso, polaco, inglés, vasco y finlandés, y entendía el yidis, cuyas huellas es posible rastrear en Los perros y los lobos, escrita en 1940. No obstante, no permitió que su triunfal debut literario se le subiera a la cabeza. Incluso le sorprendió que se dispensara tanta atención a David Golder, que calificaba sin falsa modestia de «novelita». El 22 de enero de 1930 escribió a una amiga: «¿Cómo se le ocurre suponer que pueda olvidarme de mis viejas amigas a causa de un libro del que se hablará durante quince días y que será olvidado con la misma rapidez, como se olvida todo en París?»
Iréne Némirovsky nació el 11 de febrero de 1903 en Kiev, en lo que en la actualidad se conoce como yiddishland. Su padre, Léon Némirovsky (de nombre hebreo Arieh), originario de una familia procedente de la ciudad ucraniana de Nemirov, uno de los centros del movimiento hasídico en el siglo XVIII, había tenido el infortunio de nacer en 1868 en Elisabethgrado, donde en 1881 iba a desencadenarse la gran oleada de pogromos contra los judíos de Rusia, que se prolongó varios años. Léon Némirovsky, cuya familia había prosperado en el comercio de granos, viajó mucho antes de hacer fortuna en las finanzas y convertirse en uno de los banqueros más ricos de Rusia. En su tarjeta de visita se podía leer: «Léon Némirovsky, presidente del Consejo del Banco de Comercio de Voronej, administrador del Banco de la Unión de Moscú, miembro del Consejo de la Banca Privada de Comercio de Petrogrado.» Había adquirido una vasta mansión en la parte alta de la ciudad, en una apacible calle bordeada de jardines y tilos.
Iréne, confiada a los buenos cuidados de su aya, recibió las enseñanzas de excelentes preceptores. Como sus padres sentían escaso interés por su hogar, fue una niña extremadamente desdichada y solitaria. Su padre, a quien adoraba y admiraba, pasaba la mayor parte del tiempo ocupado en sus negocios, de viaje o jugándose fortunas en el casino. Su madre, que se hacía llamar Fanny (de nombre hebreo Faïga), la había traído al mundo con el mero propósito de complacer a su acaudalado esposo. Sin embargo, vivió el nacimiento de su hija como una primera señal del declive de su feminidad, y la abandonó a los cuidados de su nodriza. Fanny Némirovsky (Odessa, 1887-París, 1989) experimentaba una especie de aversión hacia su hija, que jamás recibió de ella el menor gesto de amor. Se pasaba las horas frente al espejo acechando la aparición de arrugas, maquillándose, recibiendo masajes, y el resto del tiempo fuera de casa, en busca de aventuras extraconyugales. Muy envanecida de su belleza, veía con horror cómo sus rasgos se marchitaban y la convertían en una mujer que pronto tendría que recurrir a gigolós. No obstante, para demostrarse que todavía era joven se negó a ver en Iréne, ya adolescente, otra cosa que una niña, y durante mucho tiempo la obligó a vestirse y peinarse como una pequeña colegiala.
Iréne, abandonada a su suerte durante las vacaciones de su aya, se refugió en la lectura, empezó a escribir y resistió la desesperación desarrollando a su vez un odio feroz contra su madre. Esta violencia, las relaciones contra natura entre madre e hija, ocupa un lugar capital en su obra. Así, en Le vin de solitude se lee: «En su corazón alimentaba un extraño odio hacia su madre que parecía crecer con ella...» «Jamás decía "mamá" articulando claramente las dos sílabas, que pasaban con dificultad entre sus labios apretados; pronunciaba "má", una especie de gruñido apresurado que arrancaba de su corazón con esfuerzo y con un sordo y melancólico dolorcillo.» Y también: «El rostro de su madre, crispado de furor, se aproximó al suyo; vio centellear los aborrecidos ojos, dilatados por la cólera y el recelo...» «"La venganza es mía", dijo el Señor. ¡Ah, pues qué se le va a hacer, no soy una santa, no puedo perdonárselo! ¡Aguarda, aguarda un poco y verás! ¡Te haré llorar como tú me hiciste llorar a mí!... ¡Espera y verás, mujer!»
Dicha venganza se vio cumplida con la publicación de El baile, Jézabel y Le vin de solitude.
Sus obras más fuertes se ambientan en el mundo judío y ruso. En Los perros y los lobos retrata a los burgueses del primer gremio de los mercaderes, que tenían derecho a residir en Kiev, ciudad en principio prohibida a los judíos por orden de Nicolás I.
Iréne Némirovsky no renegaba de la cultura judía de Europa Oriental, en cuyo seno habían vivido sus abuelos (Yacov Margulis y Bella Chtchedrovitch) y sus padres, aun cuando se hubieran apartado de ella una vez labrada su fortuna. No obstante, a sus ojos, el manejo del dinero y la acumulación de bienes que éste conlleva estaban mancillados de oprobio, aunque su vida de soltera y de adulta fue la de una gran burguesa.
Al describir la ascensión social de los judíos, hace suyos toda clase de prejuicios antisemitas y les atribuye los estereotipos en boga por entonces. De su pluma surgen retratos de judíos perfilados en los términos más crueles y peyorativos, a los que contempla con una especie de horror fascinado, si bien reconoce que comparte con ellos un destino común. A este respecto, los trágicos acontecimientos venideros acabarían dándole la razón.
¡Qué sentimiento de odio hacia sí misma se descubre bajo su pluma! En un balanceo vertiginoso, al principio adopta la idea de que los judíos pertenecerían a la «raza judía», una raza inferior y de signos distintivos fácilmente reconocibles, pese a que resulta imposible hablar de razas humanas en el sentido que se daba al término en los años treinta, luego generalizado en la Alemania nazi. Veamos algunos rasgos específicos otorgados a los judíos en su obra, ciertas elecciones léxicas utilizadas para caracterizarlos, para conformar un grupo humano a partir de peculiaridades comunes: cabello crespo, nariz ganchuda, mano fofa, dedos afilados, tez morena, amarillenta o aceitunada, ojos juntos, negros y húmedos, cuerpo enclenque, vello espeso y negro, mejillas lívidas, dientes irregulares, narinas inquietas, a lo cual cabe añadir el afán de lucro, la pugnacidad, la histeria, la habilidad atávica para «vender y adquirir baratijas, traficar con divisas, dedicarse a viajante de comercio, a corredor de encajes falsos o de munición de contrabando...».
Lacerando con palabras una y otra vez a esa «chusma judía», escribe en Los perros y los lobos «Como todos los judíos, él se sentía más vivamente, más dolorosamente escandalizado que un cristiano por defectos específicamente judíos. Y esa energía tenaz, esa necesidad casi salvaje de obtener lo que se deseaba, ese desprecio ciego de lo que otro pueda pensar, todo eso se almacenaba en su mente bajo una única etiqueta: "insolencia judía".» Paradójicamente, concluye, esa novela con una especie de ternura y de fidelidad desesperada: «Esos son los míos; ésa es mi familia.» Y de pronto, en un nuevo vuelco de perspectiva, hablando en nombre de los judíos escribe: «¡Ah, cómo odio vuestros melindres de europeos! Lo que denomináis éxito, victoria, amor, odio, ¡yo lo llamo dinero! ¡Se trata de otra palabra para designar las mismas cosas!»
Por otra parte, Némirovsky lo ignoraba todo sobre la espiritualidad judía, la riqueza, la diversidad de la cultura judía de Europa Oriental. En una entrevista concedida a L'Univers israélite el 5 de julio de 1935, se proclamaba orgullosa de ser judía, y a aquellos que veían en ella a una enemiga de su pueblo les respondía que en David Golder había descrito no «a los israelitas franceses establecidos en su país desde hace generaciones y en quienes, en efecto, la cuestión de la raza no interviene, sino a muchos judíos cosmopolitas para quienes el amor al dinero ha pasado a ocupar el lugar de cualquier otro sentimiento».
Tras la muerte de su institutriz francesa, Iréne Némirovsky, a la sazón de catorce años de edad, empezó a escribir. Se acomodaba en un sofá con un cuaderno apoyado en las rodillas. Había elaborado una técnica novelesca inspirada en el estilo de Iván Turguéniev. Al comenzar una novela escribía no sólo el relato en sí, sino también las reflexiones que éste le inspiraba, sin supresión ni tachadura algunas. Por añadidura, conocía de forma precisa a todos sus personajes, incluso a los más secundarios. Emborronaba cuadernos enteros para describir su fisonomía, su carácter, su educación, su infancia y las etapas cronológicas de su vida. Cuando todos los personajes habían alcanzado semejante grado de precisión, subrayaba con ayuda de dos lápices, uno rojo y otro azul, los rasgos esenciales que debía conservar; a veces bastaban unas líneas. Pasaba rápidamente a la composición de la novela, la mejoraba, y acto seguido redactaba la versión definitiva.
En el momento en que estalló la Revolución de Octubre, los Némirovsky residían en San Petersburgo desde hacía tres años, en una casa grande y hermosa. «Estaba construida de tal manera que, desde el vestíbulo, la mirada podía alcanzar las estancias del fondo; a través de anchas puertas abiertas se veía una hilera de salones blanco y oro», escribe en Le vin de solitude, una novela en gran parte autobiográfica. San Petersburgo era una ciudad mítica para muchos escritores y poetas rusos. Iréne sólo veía en ella una sucesión de calles oscuras, cubiertas de nieve, recorridas por un viento glacial que subía de las nauseabundas aguas de los canales y el Neva.
Léon Némirovsky, a quien sus asuntos llamaban con frecuencia a Moscú, subarrendaba en dicha ciudad un piso amueblado a un oficial de la guardia imperial, por entonces destinado en la embajada rusa en Londres. Creyendo poner a su familia a salvo, Némirovsky instaló a los suyos en Moscú, pero fue precisamente allí donde la revolución alcanzó su apogeo de violencia en octubre de 1918. Mientras el fuego de fusilería causaba estragos, Iréne exploraba la biblioteca de Des Esseintes, aquel cultivado oficial. Descubrió a Huysmans, Maupassant, Platón y Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray era su libro preferido.
La casa, invisible desde la calle, se hallaba encastrada en otros edificios y rodeada de un patio, bordeado a su vez de una casa más alta que la precedente. Luego había otro patio circular, y otra casa más. Iréne bajaba discretamente a recoger casquillos cuando el lugar se hallaba desierto. Por espacio de cinco días, la familia subsistió en el piso con un saco de patatas, cajas de chocolatinas y sardinas como únicas provisiones. Aprovechando un período de calma, los Némirovsky regresaron a San Petersburgo, y cuando los bolcheviques pusieron precio a la cabeza del padre de Iréne, éste se vio obligado a pasar a la clandestinidad. En diciembre de 1918, aprovechando el hecho de que la frontera aún no estaba cerrada, organizó la huida a Finlandia de los suyos, disfrazados de campesinos. Iréne pasó un año en un caserío compuesto de tres casas de madera rodeadas de campos nevados. Confiaba en poder volver a Rusia. Durante esa larga espera, su padre regresaba con frecuencia de incógnito a su país para tratar de salvar sus bienes.
Por primera vez, Iréne conoció un momento de serenidad y paz. Se convirtió en una mujer y empezó a escribir poemas en prosa, inspirados en Oscar Wilde. Como la situación en Rusia no hacía mas que empeorar y los bolcheviques se les acercaban peligrosamente, los Némirovsky alcanzaron Suecia al término de un largo viaje. Pasaron tres meses en Estocolmo. Iréne conservó el recuerdo de las lilas malva que crecían en los patios y jardines en primavera.
En julio de 1919, la familia embarcó en un pequeño carguero que los llevaría a Ruán. Navegaron durante diez días, sin escalas, en medio de una espantosa tempestad que habría de inspirar la dramática escena final de David Golder. En París, Léon Némirovsky asumió la dirección de una sucursal de su banco, y de ese modo pudo reconstituir su fortuna.
Iréne se matriculó en la Sorbona y obtuvo una licenciatura en Letras con mención. David Golder, su primera novela, no era su primer intento. Había debutado en el mundo editorial enviando lo que denominaba «breves cuentos divertidos» a la revista bimensual ilustrada Fantasio, que aparecía el 1 y el 15 de cada mes, que los publicó y le pagó por cada uno sesenta francos. Luego se lanzó y ofreció un cuento a Le Matin, que también lo publicó. Siguieron un cuento y una novela corta en Les Oeuvres Libres, así como Le Malentendu, una primera novela -redactada en 1923, a la edad de dieciocho años-, y un año más tarde L’Enfant génial una novela corta posteriormente titulada Un enfant prodige, que apareció en la misma editorial en febrero de 1926.
En Francia, su vida tiene una tonalidad menos amarga. Los Némirovsky se adaptan y llevan en París la vida rutilante de los grandes burgueses acaudalados. Veladas mundanas, cenas con champán, bailes, veraneos lujosos. Iréne adora el movimiento, la danza. Va de fiesta en recepción. Según su propia confesión, se va de juerga. En ocasiones juega en el casino. El 2 de enero de 1924 escribe a una amiga: «He pasado una semana completamente loca: baile tras baile; todavía estoy un poco embriagada y me cuesta regresar a la senda del deber.»
En el torbellino de una de esas veladas conoce a Mijail, llamado Michel Epstein, «un morenito de tez muy oscura» que no tarda en hacerle la corte. Ingeniero en física y electricidad por la Universidad de San Petersburgo, trabaja como apoderado en la Banque des Pays du Nord, en la rue Gaillon. Lo encuentra de su agrado, flirtea y en 1926 se casa con él. La pareja se instala en el número 10 de la avenida Constant-Coquelin, en un hermoso piso cuyas ventanas dan al gran jardín de un convento de la orilla izquierda. Su hija Denise nace en 1929. Fanny regala a Iréne un oso de peluche cuando se entera de que la han hecho abuela. Una segunda niña, Élisabeth, vendrá al mundo el 20 de marzo de 1937.
Pese a su notoriedad, Iréne Némirovsky, que se ha enamorado de Francia y de su buena sociedad, no conseguirá la nacionalidad francesa. En el contexto de la psicosis de guerra de 1939, y tras una década marcada por un antisemitismo violento que presenta a los judíos como invasores dañinos, mercachifles, belicosos, sedientos de poder, promotores de guerras, a un tiempo burgueses y revolucionarios, toma la decisión de convertirse al cristianismo junto con sus hijas. La madrugada del 2 de febrero de 1939, en la capilla de Santa María de París, la bautiza un amigo de la familia, monseñor Ghika, príncipe-obispo rumano.
La víspera del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el 1 de septiembre de 1939, Iréne y Michel Epstein conducen a Denise y Élisabeth, sus dos hijas, a Issy-l'Évêque, en Saône-et-Loire, con su niñera Cécile Michaud, natural de ese pueblo. Esta confía las niñas a los buenos cuidados de su madre, la señora Mitaine. Iréne y Michel Epstein regresan a París, desde donde harán frecuentes visitas a sus hijas, hasta que se establece la línea de demarcación en junio de 1940.
El primer estatuto de los judíos, del 3 de octubre de 1940, les asigna una condición social y jurídica inferior que los convierte en parias. Ante todo define, basándose en criterios raciales, quién es judío a los ojos del Estado francés. Los Némirovsky, que entran en el censo en junio de 1941, son a un tiempo judíos y extranjeros. Michel ya no tiene derecho a trabajar en la Banque des Pays du Nord; las editoriales «arianizan» a su personal y a sus autores, Iréne ya no puede publicar. Ambos abandonan París y se reúnen con sus hijas en el Hôtel des Voyageurs, en Issy- l'Évêque, donde residen asimismo soldados y oficiales de la Wehrmacht.
En octubre de 1940 se promulga una ley sobre «los ciudadanos extranjeros de raza judía». Estipula que pueden ser internados en campos de concentración o estar bajo arresto domiciliario. La ley del 2 de junio de 1941, que sustituye al primer estatuto de los judíos de octubre de 1940, vuelve su situación aún más precaria. Supone el preludio de su arresto, internamiento y deportación a los campos de exterminio nazis.
La partida de bautismo de los Némirovsky no les resulta de ninguna utilidad. No obstante, la pequeña Denise hace la primera comunión. Cuando llevar la estrella judía se vuelve obligatorio, asiste a la escuela municipal con la estrella amarilla y negra, bien visible, cosida sobre el abrigo. Tras haber residido un año en el hotel, los Némirovsky por fin encuentran una amplia casa burguesa para alquilar en el pueblo.
Iréne, muy lúcida, no tiene ninguna duda de que el desenlace de los acontecimientos será trágico. Pese a ello, escribe y lee mucho. Todos los días, después del desayuno, sale de casa. En ocasiones camina hasta diez kilómetros antes de encontrar un lugar que le convenga. Entonces se pone a la tarea. Vuelve a salir a primera hora de la tarde, después de comer, y no regresa hasta el anochecer. Desde 1940 hasta 1942, Editions Albin Michel y el director del periódico antisemita Gringoire aceptan publicar sus novelas cortas con dos seudónimos: Pierre Nérey y Charles Blancat.
Durante 1941 y 1942, en Issy- l'Évêque, Iréne Némirovsky, que al igual que su marido lleva la estrella amarilla, escribe La vida de Chejov y Las moscas del otoño, que no se publicará hasta la primavera de 1957, y emprende un trabajo ambicioso, Suite francesa, a la que no tendrá tiempo de poner la palabra «fin». La obra comprende dos libros. El primero, Tempestad en junio, se compone de una serie de cuadros sobre la debacle. El segundo, Dolce, fue escrito en forma de novela.
Como de costumbre, empieza por redactar notas sobre el trabajo en curso y las reflexiones que le inspira la situación en Francia. Elabora la lista de sus personajes, los principales y los secundarios, comprueba que los haya utilizado a todos correctamente. Sueña con un libro de mil páginas compuesto como una sinfonía, pero en cinco partes, en función de los ritmos y las tonalidades. Toma como modelo la Quinta Sinfonía de Beethoven.
El 12 de junio de 1942, pocos días antes de su arresto, duda que logre acabar la gran obra emprendida. Ha tenido el presentimiento de que le queda poco tiempo de vida. No obstante, continúa redactando sus notas, paralelamente a la escritura del libro. Titula esas observaciones lúcidas y cínicas Notas sobre la situación de Francia. Demuestran que Iréne Némirovsky no se hace ninguna ilusión sobre la actitud de la masa inerte, «aborrecible», de los franceses con respecto a la derrota y el colaboracionismo, ni sobre su propio destino. ¿Acaso no escribe, encabezando la primera página?:
Para levantar un peso tan enorme,
Sísifo, se necesitaría tu coraje.
No me faltan ánimos para la tarea,
mas el objetivo es largo y el tiempo, corto.
Estigmatiza el miedo, la cobardía, la aceptación de la humillación, de la persecución y las masacres. Está sola. En los medios literarios y editoriales, raros son los que no han optado por el colaboracionismo. Todos los días acude al encuentro del cartero, pero no hay correo para ella. No trata de escapar de su destino huyendo, por ejemplo, a Suiza, que acoge con parsimonia a judíos procedentes de Francia, sobre todo a mujeres y niños. Se siente tan abandonada que el 3 de junio redacta un testamento en favor de la tutora de sus hijas, a fin de que ésta pueda cuidar de ellas cuando su madre y su padre hayan desaparecido. Da indicaciones precisas, enumera todos los bienes que ha logrado salvar y que podrán aportar dinero para pagar el alquiler, calentar la casa, comprar un horno, contratar a un jardinero que se ocupe del huerto, que proporcionará verduras en aquel período de racionamiento; da la dirección de los médicos que atienden a las niñas, fija su régimen alimentario. Ni una palabra de rebeldía. La simple constatación de la situación como se presenta. Es decir, desesperada.
El 3 de julio de 1942 escribe: «Desde luego, y a menos que las cosas duren y se compliquen aún más, ¡que todo acabe, bien o mal!» Ve la situación como una serie de violentas sacudidas que podrían acabar con su vida. El 11 de julio trabaja en el pinar, sentada sobre su jersey de lana azul, «en medio de un océano de hojas podridas y empapadas por la tormenta de la pasada noche como sobre una balsa, con las piernas dobladas bajo el cuerpo». Ese mismo día escribe a su director literario en Albin Michel una carta que no deja ninguna duda sobre su certeza de que no sobreviviría a la guerra que los nazis habían declarado a los judíos: «Querido amigo... piense en mí. He escrito mucho. Supongo que serán obras póstumas, pero ayuda a pasar el tiempo.»
El 13 de julio, los gendarmes franceses llaman a la puerta de los Némirovsky. Van a detener a Iréne. Es internada el 16 de julio en el campo de concentración de Pithiviers, en el Loiret. Al día siguiente la deportan a Auschwitz en el convoy número 6. Tras ser recluida en el campo de exterminio de Birkenau, debilitada, pasa por el Revier y es asesinada el 17 de agosto de 1942.
Tras la marcha de Iréne, Michel Epstein no ha comprendido que el arresto y la deportación significan la muerte. Todos los días aguarda su regreso, y exige que pongan su cubierto en la mesa en cada comida. Desesperado, se queda con sus hijas en Issy-l'Évêque. Escribe al mariscal Pétain para explicar que su mujer tiene una salud delicada, y solicita permiso para ocupar su lugar en un campo de trabajo.
La respuesta del gobierno de Vichy será el arresto de Michel en octubre de 1942. Lo internarán en el Creusot y luego en Drancy, donde su anotación de registro indica que le confiscaron 8.500 francos. Será a su vez deportado a Auschwitz el 6 de noviembre de 1942, y ejecutado al llegar.
Apenas hubieron arrestado a Michel Epstein, los gendarmes se presentaron en la escuela municipal para apoderarse de la pequeña Denise, a la que su maestra logró esconder en el reducido espacio que quedaba entre su cama y la pared. Lejos de desanimarse, los gendarmes franceses perseguirán obstinadamente a las dos niñas, buscándolas por todas partes para hacerles correr la misma suerte que a sus padres. Su tutora tendrá la presencia de ánimo de descoser la estrella judía de las ropas de Denise y ayudar a las dos chiquillas a cruzar Francia clandestinamente. Pasarán varios meses ocultas primero en un convento y luego en sótanos en la región de Burdeos.
Tras haber perdido la esperanza de ver regresar a sus padres después de la guerra, buscaron la ayuda de su abuela, que había pasado aquellos años en Niza rodeada de las mayores comodidades. Pero ésta se negó a abrirles la puerta y desde el otro lado les gritó que si sus padres habían muerto debían dirigirse a un orfanato. Murió a la edad de 102 años en su gran piso de la avenida Président-Wilson.
En su caja fuerte no encontraron otra cosa que dos libros de Iréne Némirovsky: Jézabel y David Golder
La historia de la publicación de Suite francesa en muchos aspectos recuerda un milagro; merece ser contada.
En su huida, la tutora y las dos niñas se llevaron consigo una maleta que contenía fotos, documentos de la familia y este último manuscrito de la escritora, redactado con letra minúscula para economizar la tinta y el pésimo papel de guerra. Iréne Némirovsky había trazado en aquella postrera obra un retrato implacable de la Francia abúlica, vencida y ocupada.
La maleta acompañó a Élisabeth y Denise Epstein de un refugio precario y fugaz a otro. El primero fue un internado católico. Sólo dos religiosas sabían que las niñas eran judías. Habían puesto un nombre falso a Denise, pero no conseguía acostumbrarse, y en clase la llamaban al orden porque no respondía cuando la nombraban. Entonces, los gendarmes, que seguían ensañándose y no encontraban nada más importante que hacer que entregar a dos niñas judías a los nazis, recuperaron su pista. Tuvieron que abandonar el internado. En los sótanos donde pasó varias semanas, Denise contrajo una pleuritis; los que la ocultaban, al no atreverse a llevarla a un médico, le administraron por todo tratamiento resina de pino. A punto de ser descubiertas, tuvieron que huir de nuevo, con la preciosa maleta siempre preparada para una emergencia. La tutora ordenaba a Denise antes de subir a un tren: «¡Esconde la nariz!»
Denise había salvado el precioso cuaderno. No se atrevía a abrirlo, le bastaba con verlo. No obstante, una vez trató de conocer su contenido, pero le resultó demasiado doloroso. Pasaron los años. Junto con su hermana Élisabeth, convertida en directora literaria con el nombre de Élisabeth Gille, tomó la decisión de confiar la última obra de su madre al Institut Mémoire de l'Édition Contemporaine, con el fin de salvarla.
Sin embargo, antes de separarse de ella decidió mecanografiarla. Con la ayuda de una gruesa lupa emprendió entonces una larga y difícil labor de descifrado. Finalmente, Suite francesa fue introducida en la memoria de un ordenador, y retranscrita una tercera vez en su estado definitivo. No se trataba, como ella había pensado, de simples notas, de un diario íntimo, sino de una obra violenta, un fresco extraordinariamente lúcido, un sobrecogedor retrato de Francia y los franceses en aquella encrucijada: rutas del éxodo; pueblos invadidos por mujeres y niños agotados, hambrientos, luchando por la posibilidad de dormir en una simple silla en el pasillo de una posada rural; coches cargados de muebles y enseres, atascados sin gasolina en medio del camino; grandes burgueses asqueados por el populacho y tratando de salvar sus chucherías; prostitutas de lujo despachadas por sus amantes, que tenían prisa por abandonar París con su familia; un cura conduciendo hacia un refugio a unos huérfanos que, liberados de sus inhibiciones, acabarán por asesinarlo; un soldado alemán alojado en una casa burguesa y seduciendo a una mujer joven ante la mirada de su suegra. En este cuadro desconsolador, sólo una pareja modesta, cuyo hijo ha resultado herido en los primeros combates, conserva su dignidad. Entre los soldados vencidos que se arrastran por las carreteras, en el caos de los convoyes militares que llevan a los heridos a los hospitales, intentarán en vano encontrar su pista.
Cuando Denise Epstein confió el manuscrito de Suite francesa al conservador del IMEC, experimentó un gran dolor. No dudaba del valor de la última obra de su madre, pero no se la dio a leer a un editor, pues Élisabeth Gille, su hermana, ya gravemente enferma, estaba escribiendo El mirador, una magnífica biografía imaginaria de aquella a quien no había tenido tiempo de conocer, pues sólo tenía cinco años cuando los nazis la asesinaron.


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