"—Mi
esposa ha muerto. Pero antes de volarse en medio de una pandilla de escolares
vino a esta ciudad a encontrarse con su gurú. Me cabrea mucho que haya
preferido a unos integristas antes que a mí —añado, incapaz de contener la
rabia que me invade como una marea oscura—. Y me cabrea el doble no haberme
olido nada. Confieso que me cabrea mucho más esto último que lo demás.
¡Islamista, mi mujer! ¡Y desde cuándo, vamos a ver! Eso sigue sin entrarme en
la cabeza. Era una mujer de hoy. Le gustaba viajar y nadar, tomarse una
granizada de limón en la terraza de las heladerías, y estaba demasiado
orgullosa de su pelo para ocultarlo bajo un velo... ¿Qué le habéis contado para
convertirla en un monstruo, una terrorista, una integrista suicida, a ella que
no podía oír llorar a un cachorro?
Está
decepcionado. Su estrategia de encanto, que debió de ensayar durante horas
antes de recibirme, parece no dar resultado. No esperaba mi reacción y había
contado, mediante el montaje rocambolesco de mi rapto consentido para traerme
hasta aquí, con impresionarme hasta ponerme en situación de inferioridad. Ni
siquiera sé de dónde me viene esa insolencia agresiva que hace que me tiemblen
las manos sin que se me resquebraje la voz y que me lata el corazón sin que
flaqueen las rodillas. Atrapado entre la precariedad de mi situación y la rabia
que me producen la altivez y el disfraz de mal gusto de mi huésped, opto por la
temeridad. Necesito demostrar a las claras a ese tiranuelo de opereta que no le
tengo miedo, decirle en plena cara la repugnancia y la hiel que los energúmenos
de su especie segregan en mí.
El
comendador se tritura una y otra vez los dedos sin saber por dónde empezar:
—No
aprecio la brutalidad de tus reproches, hermano Amín —acaba suspirándome—. Pero
lo achaco a tu pena.
—Puedes
achacarlo a lo que te apetezca.
Su
rostro se inflama.
—Nada
de groserías, te lo ruego. No lo soporto. Y menos en boca de un eminente
cirujano. He aceptado recibirte por un solo motivo: explicarte de una vez por
todas que no te sirve de nada montar el número en nuestra ciudad. Aquí no hay
nada para ti. Querías entrevistarte con un responsable de nuestro movimiento.
Pues ya está. Ahora regresa a Tel Aviv y pon una cruz a esta entrevista. Otra
cosa: no conocí personalmente a tu mujer. No actuaba bajo nuestra bandera, pero
hemos apreciado su gesto.
Me
mira con ojos incandescentes.
—Una
última observación, doctor. De tanto querer parecerte a tus hermanos de
adopción estás perdiendo el discernimiento de los tuyos. Un islamista es un
militante político. Su única ambición es instaurar un Estado teocrático en su
país y gozar plenamente de su soberanía y de su independencia... Un integrista
es un yihadista radical. No cree en la soberanía de los Estados musulmanes ni
en su autonomía. Para él son Estados vasallos destinados a disolverse en un
solo califato. Porque el integrista sueña con una umma indivisible que
se extiende desde Indonesia hasta Marruecos para, de no conseguir convertir
Occidente al islam, avasallarlo o destruirlo... Nosotros no somos islamistas o
integristas, doctor Jaafari. Sólo somos los hijos de un pueblo expoliado y
humillado que luchan con los medios de que disponen para recuperar su patria y
su dignidad, ni más ni menos.
Me
mira fijamente para comprobar si he asimilado su discurso; luego, sumido en la
contemplación de sus uñas inmaculadas, prosigue:
—No
he conocido a tu esposa, y lo lamento. Tu mujer se merecía que le besaran los
pies. Lo que nos ha ofrecido con su sacrificio nos conforta y nos instruye.
Entiendo que te sientas engañado. Es porque aún no has entendido el alcance de
su acción. Por ahora, tu amor propio de esposo se sigue doliendo. Un día
acabará cediendo y verás más claro y más allá. Que tu esposa no te dijera nada
acerca de su lucha no significa que te traicionara. No tenía nada que decirte,
ni cuentas que rendir a nadie que no sea Dios... No te pido que la perdones —¿y
de qué sirve el perdón de un marido cuando se goza de la gracia de Dios?—; te
pido que pases página. El culebrón sigue.
—Quiero
saber por qué —digo tontamente.
—¿Por
qué qué? Es su propia historia, una historia que no te concierne.
—Yo
era su esposo.
—Y
ella no lo ignoraba. Si no quiso contarte nada, sus razones tendría. Con esa
actitud te descalificaba.
—¡Pamplinas!
Tenía obligaciones conmigo. Una no se escaquea así como así de su marido. Por
lo menos, de mí no. Jamás le falté. Y ella también acaba de joder mi vida, no
sólo la suya. Mi vida y la de diecisiete personas que no conocía de nada. ¿Y me
preguntas por qué quiero saber? Pues lo quiero saber todo, toda la
verdad.
—¿Qué
verdad, la tuya o la suya? ¿La de una mujer que supo ver dónde estaba su deber
o la de un hombre que cree que basta con apartar la vista de un problema para
que desaparezca? ¿Qué verdad quieres conocer, doctor Amín Jaafari? ¿La
del árabe que cree que por tener pasaporte israelí se ha quitado el muerto de
encima? ¿La del moro domesticado modélico al que rinden honores por cualquier
cosa y al que invitan a recepciones de postín para que la gente compruebe lo
tolerante y atento que es uno? ¿La de alguien que cree que por cambiar de chaqueta
también cambia de pellejo como si fuera un mutante? ¿Es ésa la verdad que
buscas o es la que rehúyes?... ¿Pero en qué planeta vive usted, señor mío?
Estamos en un mundo que se despedaza a sí mismo todos los días de Dios. Nos
pasamos la noche recogiendo a nuestros muertos y la mañana enterrándolos.
Nuestra patria es repetidamente violada, nuestros hijos desconocen la palabra
colegio, nuestras hijas han dejado de soñar desde que sus príncipes encantados
prefieren la Intifada, nuestras
ciudades caen bajo las apisonadoras y nuestros santos patronos no dan pie con
bola. Y tú, como te encuentras tan a gusto en tu jaula dorada, te niegas a
reconocer nuestro infierno. Al fin y al cabo, estás en tu derecho. Cada uno
maneja su vida como quiere... Pero te suplico que no te quejes de aquellos que,
asqueados por tu impasibilidad y tu egoísmo, no vacilan en dar su vida para que
despiertes... Tu mujer ha muerto para redimirte, señor Jaafari.
—¡Menuda
redención! Tú sí que la necesitas —lo tuteo a mi vez—. ¿Te atreves a hablarme
de egoísmo, a mí que he sido desposeído de lo que más quiero en el mundo?...
¿Te atreves a embriagarme con leyendas de valor y dignidad cuando tú estás aquí
tan tranquilo, mandando a mujeres y niños al matadero? Desengáñate, vivimos en
el mismo planeta, hermano, pero no estamos en el mismo bando. Tú has
elegido matar y yo salvar. Lo que para ti es un enemigo es para mí un paciente.
No soy ni egoísta ni indiferente, y tengo tanto amor propio como el que más.
Sólo pretendo vivir la existencia que me corresponde sin tener que robársela a
los demás. No creo en las profecías que ensalzan el suplicio en detrimento del
sentido común. Vine al mundo desnudo, y desnudo me iré; lo que poseo no me
pertenece. Tampoco la vida de los demás. Este malentendido está en el origen de
la desgracia de los hombres: hay que saber devolver lo que Dios nos presta.
Nada en la tierra nos pertenece realmente. Ni la patria de la que hablas ni la
tumba en la que te convertirás en polvo."
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