- Irene Némirovsky
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En 1929, Bernard Grasset recibió por correo un manuscrito
titulado David Golder. Entusiasmado tras su lectura, de inmediato decidió
publicarlo, pero el autor, tal vez temiendo un fracaso, no había incluido ni su
nombre ni su dirección, tan sólo un apartado de correos. Así pues, Grasset
publicó un breve anuncio en los periódicos invitando al misterioso escritor a
que se diera a conocer.
Cuando pocos días después Iréne Némirovsky se presentó ante
él, al editor le costó creer que aquella joven de aspecto alegre y llano que
residía en Francia desde hacía sólo diez años fuese la autora de aquel libro
brillante, cruel, audaz y que, sobre todo, traslucía un perfecto dominio
narrativo. Era la clase de obra que un escritor logra en su madurez.
Admirándola ya, pero aún dudoso, la interrogó largo rato para asegurarse de que
no se trataba del testaferro de un escritor que deseaba permanecer en la
sombra.
Cuando se publicó, la novela David Golder fue unánimemente aplaudida por la crítica, hasta el
punto de que Iréne Némirovsky se convirtió en una celebridad, adulada por
escritores tan dispares como Joseph Kessel, que era judío, y Robert Brasillach,
monárquico de extrema derecha y antisemita. Este último alabó la pureza de la
prosa de aquella recién llegada a las letras francesas. Aunque nacida en Kiev,
Iréne Némirovsky había aprendido francés con su aya desde la más tierna
infancia. Hablaba asimismo con fluidez ruso, polaco, inglés, vasco y finlandés,
y entendía el yidis, cuyas huellas es posible rastrear en Los perros y los lobos, escrita en 1940. No obstante, no permitió
que su triunfal debut literario se le subiera a la cabeza. Incluso le
sorprendió que se dispensara tanta atención a David Golder, que calificaba sin falsa modestia de «novelita». El
22 de enero de 1930 escribió a una amiga: «¿Cómo se le ocurre suponer que pueda
olvidarme de mis viejas amigas a causa de un libro del que se hablará durante
quince días y que será olvidado con la misma rapidez, como se olvida todo en
París?»
Iréne Némirovsky nació el 11 de febrero de 1903 en Kiev, en
lo que en la actualidad se conoce como yiddishland.
Su padre, Léon Némirovsky (de nombre hebreo Arieh), originario de una familia procedente
de la ciudad ucraniana de Nemirov, uno de los centros del movimiento hasídico
en el siglo XVIII, había tenido el infortunio de nacer en 1868 en
Elisabethgrado, donde en 1881 iba a desencadenarse la gran oleada de pogromos
contra los judíos de Rusia, que se prolongó varios años. Léon Némirovsky, cuya
familia había prosperado en el comercio de granos, viajó mucho antes de hacer
fortuna en las finanzas y convertirse en uno de los banqueros más ricos de
Rusia. En su tarjeta de visita se podía leer: «Léon Némirovsky, presidente del
Consejo del Banco de Comercio de Voronej, administrador del Banco de la Unión de Moscú, miembro del Consejo de
la Banca Privada
de Comercio de Petrogrado.» Había adquirido una vasta mansión en la parte alta
de la ciudad, en una apacible calle bordeada de jardines y tilos.
Iréne, confiada a los buenos cuidados de su aya, recibió las
enseñanzas de excelentes preceptores. Como sus padres sentían escaso interés
por su hogar, fue una niña extremadamente desdichada y solitaria. Su padre, a
quien adoraba y admiraba, pasaba la mayor parte del tiempo ocupado en sus
negocios, de viaje o jugándose fortunas en el casino. Su madre, que se hacía llamar
Fanny (de nombre hebreo Faïga), la había traído al mundo con el mero propósito
de complacer a su acaudalado esposo. Sin embargo, vivió el nacimiento de su
hija como una primera señal del declive de su feminidad, y la abandonó a los
cuidados de su nodriza. Fanny Némirovsky (Odessa, 1887-París, 1989)
experimentaba una especie de aversión hacia su hija, que jamás recibió de ella
el menor gesto de amor. Se pasaba las horas frente al espejo acechando la
aparición de arrugas, maquillándose, recibiendo masajes, y el resto del tiempo
fuera de casa, en busca de aventuras extraconyugales. Muy envanecida de su
belleza, veía con horror cómo sus rasgos se marchitaban y la convertían en una
mujer que pronto tendría que recurrir a gigolós. No obstante, para demostrarse
que todavía era joven se negó a ver en Iréne, ya adolescente, otra cosa que una
niña, y durante mucho tiempo la obligó a vestirse y peinarse como una pequeña
colegiala.
Iréne, abandonada a su suerte durante las vacaciones de su
aya, se refugió en la lectura, empezó a escribir y resistió la desesperación
desarrollando a su vez un odio feroz contra su madre. Esta violencia, las
relaciones contra natura entre madre e hija, ocupa un lugar capital en su obra.
Así, en Le vin de solitude se lee:
«En su corazón alimentaba un extraño odio hacia su madre que parecía crecer con
ella...» «Jamás decía "mamá" articulando claramente las dos sílabas,
que pasaban con dificultad entre sus labios apretados; pronunciaba
"má", una especie de gruñido apresurado que arrancaba de su corazón
con esfuerzo y con un sordo y melancólico dolorcillo.» Y también: «El rostro de
su madre, crispado de furor, se aproximó al suyo; vio centellear los
aborrecidos ojos, dilatados por la cólera y el recelo...» «"La venganza es
mía", dijo el Señor. ¡Ah, pues qué se le va a hacer, no soy una santa, no
puedo perdonárselo! ¡Aguarda, aguarda un poco y verás! ¡Te haré llorar como tú
me hiciste llorar a mí!... ¡Espera y verás, mujer!»
Dicha venganza se vio cumplida con la publicación de El baile, Jézabel y Le vin de solitude.
Sus obras más fuertes se ambientan en el mundo judío y ruso.
En Los perros y los lobos retrata a
los burgueses del primer gremio de los mercaderes, que tenían derecho a residir
en Kiev, ciudad en principio prohibida a los judíos por orden de Nicolás I.
Iréne Némirovsky no renegaba de la cultura judía de Europa
Oriental, en cuyo seno habían vivido sus abuelos (Yacov Margulis y Bella
Chtchedrovitch) y sus padres, aun cuando se hubieran apartado de ella una vez
labrada su fortuna. No obstante, a sus ojos, el manejo del dinero y la
acumulación de bienes que éste conlleva estaban mancillados de oprobio, aunque
su vida de soltera y de adulta fue la de una gran burguesa.
Al describir la ascensión social de los judíos, hace suyos
toda clase de prejuicios antisemitas y les atribuye los estereotipos en boga
por entonces. De su pluma surgen retratos de judíos perfilados en los términos
más crueles y peyorativos, a los que contempla con una especie de horror
fascinado, si bien reconoce que comparte con ellos un destino común. A este
respecto, los trágicos acontecimientos venideros acabarían dándole la razón.
¡Qué sentimiento de odio hacia sí misma se descubre bajo su
pluma! En un balanceo vertiginoso, al principio adopta la idea de que los
judíos pertenecerían a la «raza judía», una raza inferior y de signos distintivos
fácilmente reconocibles, pese a que resulta imposible hablar de razas humanas
en el sentido que se daba al término en los años treinta, luego generalizado en
la Alemania nazi.
Veamos algunos rasgos específicos otorgados a los judíos en su obra, ciertas
elecciones léxicas utilizadas para caracterizarlos, para conformar un grupo
humano a partir de peculiaridades comunes: cabello crespo, nariz ganchuda, mano
fofa, dedos afilados, tez morena, amarillenta o aceitunada, ojos juntos, negros
y húmedos, cuerpo enclenque, vello espeso y negro, mejillas lívidas, dientes
irregulares, narinas inquietas, a lo cual cabe añadir el afán de lucro, la
pugnacidad, la histeria, la habilidad atávica para «vender y adquirir baratijas,
traficar con divisas, dedicarse a viajante de comercio, a corredor de encajes
falsos o de munición de contrabando...».
Lacerando con palabras una y otra vez a esa «chusma judía»,
escribe en Los perros y los lobos
«Como todos los judíos, él se sentía más vivamente, más dolorosamente
escandalizado que un cristiano por defectos específicamente judíos. Y esa
energía tenaz, esa necesidad casi salvaje de obtener lo que se deseaba, ese
desprecio ciego de lo que otro pueda pensar, todo eso se almacenaba en su mente
bajo una única etiqueta: "insolencia judía".» Paradójicamente,
concluye, esa novela con una especie de ternura y de fidelidad desesperada:
«Esos son los míos; ésa es mi familia.» Y de pronto, en un nuevo vuelco de
perspectiva, hablando en nombre de los judíos escribe: «¡Ah, cómo odio vuestros
melindres de europeos! Lo que denomináis éxito, victoria, amor, odio, ¡yo lo
llamo dinero! ¡Se trata de otra palabra para designar las mismas cosas!»
Por otra parte, Némirovsky lo ignoraba todo sobre la
espiritualidad judía, la riqueza, la diversidad de la cultura judía de Europa
Oriental. En una entrevista concedida a L'Univers
israélite el 5 de julio de 1935, se proclamaba orgullosa de ser judía, y a
aquellos que veían en ella a una enemiga de su pueblo les respondía que en David Golder había descrito no «a los
israelitas franceses establecidos en su país desde hace generaciones y en
quienes, en efecto, la cuestión de la raza no interviene, sino a muchos judíos
cosmopolitas para quienes el amor al dinero ha pasado a ocupar el lugar de
cualquier otro sentimiento».
Tras la muerte de su institutriz francesa, Iréne Némirovsky,
a la sazón de catorce años de edad, empezó a escribir. Se acomodaba en un sofá
con un cuaderno apoyado en las rodillas. Había elaborado una técnica novelesca
inspirada en el estilo de Iván Turguéniev. Al comenzar una novela escribía no
sólo el relato en sí, sino también las reflexiones que éste le inspiraba, sin
supresión ni tachadura algunas. Por añadidura, conocía de forma precisa a todos
sus personajes, incluso a los más secundarios. Emborronaba cuadernos enteros
para describir su fisonomía, su carácter, su educación, su infancia y las
etapas cronológicas de su vida. Cuando todos los personajes habían alcanzado
semejante grado de precisión, subrayaba con ayuda de dos lápices, uno rojo y
otro azul, los rasgos esenciales que debía conservar; a veces bastaban unas
líneas. Pasaba rápidamente a la composición de la novela, la mejoraba, y acto
seguido redactaba la versión definitiva.
En el momento en que estalló la Revolución de Octubre, los
Némirovsky residían en San Petersburgo desde hacía tres años, en una casa
grande y hermosa. «Estaba construida de tal manera que, desde el vestíbulo, la
mirada podía alcanzar las estancias del fondo; a través de anchas puertas
abiertas se veía una hilera de salones blanco y oro», escribe en Le vin de solitude, una novela en gran
parte autobiográfica. San Petersburgo era una ciudad mítica para muchos
escritores y poetas rusos. Iréne sólo veía en ella una sucesión de calles
oscuras, cubiertas de nieve, recorridas por un viento glacial que subía de las
nauseabundas aguas de los canales y el Neva.
Léon Némirovsky, a quien sus asuntos llamaban con frecuencia
a Moscú, subarrendaba en dicha ciudad un piso amueblado a un oficial de la
guardia imperial, por entonces destinado en la embajada rusa en Londres.
Creyendo poner a su familia a salvo, Némirovsky instaló a los suyos en Moscú,
pero fue precisamente allí donde la revolución alcanzó su apogeo de violencia en
octubre de 1918. Mientras el fuego de fusilería causaba estragos, Iréne
exploraba la biblioteca de Des Esseintes, aquel cultivado oficial. Descubrió a
Huysmans, Maupassant, Platón y Oscar Wilde. El
retrato de Dorian Gray era su libro preferido.
La casa, invisible desde la calle, se hallaba encastrada en
otros edificios y rodeada de un patio, bordeado a su vez de una casa más alta
que la precedente. Luego había otro patio circular, y otra casa más. Iréne
bajaba discretamente a recoger casquillos cuando el lugar se hallaba desierto.
Por espacio de cinco días, la familia subsistió en el piso con un saco de
patatas, cajas de chocolatinas y sardinas como únicas provisiones. Aprovechando
un período de calma, los Némirovsky regresaron a San Petersburgo, y cuando los
bolcheviques pusieron precio a la cabeza del padre de Iréne, éste se vio
obligado a pasar a la clandestinidad. En diciembre de 1918, aprovechando el
hecho de que la frontera aún no estaba cerrada, organizó la huida a Finlandia
de los suyos, disfrazados de campesinos. Iréne pasó un año en un caserío
compuesto de tres casas de madera rodeadas de campos nevados. Confiaba en poder
volver a Rusia. Durante esa larga espera, su padre regresaba con frecuencia de
incógnito a su país para tratar de salvar sus bienes.
Por primera vez, Iréne conoció un momento de serenidad y
paz. Se convirtió en una mujer y empezó a escribir poemas en prosa, inspirados
en Oscar Wilde. Como la situación en Rusia no hacía mas que empeorar y los
bolcheviques se les acercaban peligrosamente, los Némirovsky alcanzaron Suecia
al término de un largo viaje. Pasaron tres meses en Estocolmo. Iréne conservó
el recuerdo de las lilas malva que crecían en los patios y jardines en
primavera.
En julio de 1919, la familia embarcó en un pequeño carguero
que los llevaría a Ruán. Navegaron durante diez días, sin escalas, en medio de
una espantosa tempestad que habría de inspirar la dramática escena final de David Golder. En París, Léon Némirovsky
asumió la dirección de una sucursal de su banco, y de ese modo pudo
reconstituir su fortuna.
Iréne se matriculó en la
Sorbona y obtuvo una licenciatura en Letras con mención. David Golder, su primera novela, no era
su primer intento. Había debutado en el mundo editorial enviando lo que denominaba
«breves cuentos divertidos» a la revista bimensual ilustrada Fantasio, que aparecía el 1 y el 15 de
cada mes, que los publicó y le pagó por cada uno sesenta francos. Luego se
lanzó y ofreció un cuento a Le Matin,
que también lo publicó. Siguieron un cuento y una novela corta en Les Oeuvres Libres, así como Le Malentendu, una primera novela -redactada
en 1923, a la
edad de dieciocho años-, y un año más tarde L’Enfant
génial una novela corta posteriormente titulada Un enfant prodige, que apareció en la misma editorial en febrero de
1926.
En Francia, su vida tiene una tonalidad menos amarga. Los
Némirovsky se adaptan y llevan en París la vida rutilante de los grandes
burgueses acaudalados. Veladas mundanas, cenas con champán, bailes, veraneos
lujosos. Iréne adora el movimiento, la danza. Va de fiesta en recepción. Según
su propia confesión, se va de juerga. En ocasiones juega en el casino. El 2 de
enero de 1924 escribe a una amiga: «He pasado una semana completamente loca:
baile tras baile; todavía estoy un poco embriagada y me cuesta regresar a la
senda del deber.»
En el torbellino de una de esas veladas conoce a Mijail,
llamado Michel Epstein, «un morenito de tez muy oscura» que no tarda en hacerle
la corte. Ingeniero en física y electricidad por la Universidad de San Petersburgo,
trabaja como apoderado en la Banque
des Pays du Nord, en la rue Gaillon. Lo encuentra de su agrado, flirtea y en 1926
se casa con él. La pareja se instala en el número 10 de la avenida
Constant-Coquelin, en un hermoso piso cuyas ventanas dan al gran jardín de un
convento de la orilla izquierda. Su hija Denise nace en 1929. Fanny regala a
Iréne un oso de peluche cuando se entera de que la han hecho abuela. Una
segunda niña, Élisabeth, vendrá al mundo el 20 de marzo de 1937.
Pese a su notoriedad, Iréne Némirovsky, que se ha enamorado
de Francia y de su buena sociedad, no conseguirá la nacionalidad francesa. En
el contexto de la psicosis de guerra de 1939, y tras una década marcada por un
antisemitismo violento que presenta a los judíos como invasores dañinos,
mercachifles, belicosos, sedientos de poder, promotores de guerras, a un tiempo
burgueses y revolucionarios, toma la decisión de convertirse al cristianismo
junto con sus hijas. La madrugada del 2 de febrero de 1939, en la capilla de
Santa María de París, la bautiza un amigo de la familia, monseñor Ghika,
príncipe-obispo rumano.
La víspera del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el 1
de septiembre de 1939, Iréne y Michel Epstein conducen a Denise y Élisabeth,
sus dos hijas, a Issy-l'Évêque, en Saône-et-Loire, con su niñera Cécile Michaud,
natural de ese pueblo. Esta confía las niñas a los buenos cuidados de su madre,
la señora Mitaine. Iréne y Michel Epstein regresan a París, desde donde harán
frecuentes visitas a sus hijas, hasta que se establece la línea de demarcación
en junio de 1940.
El primer estatuto de los judíos, del 3 de octubre de 1940,
les asigna una condición social y jurídica inferior que los convierte en
parias. Ante todo define, basándose en criterios raciales, quién es judío a los
ojos del Estado francés. Los Némirovsky, que entran en el censo en junio de
1941, son a un tiempo judíos y extranjeros. Michel ya no tiene derecho a
trabajar en la Banque
des Pays du Nord; las editoriales «arianizan» a su personal y a sus autores,
Iréne ya no puede publicar. Ambos abandonan París y se reúnen con sus hijas en
el Hôtel des Voyageurs, en Issy- l'Évêque, donde residen asimismo soldados y
oficiales de la Wehrmacht.
En octubre de 1940 se promulga una ley sobre «los ciudadanos
extranjeros de raza judía». Estipula que pueden ser internados en campos de
concentración o estar bajo arresto domiciliario. La ley del 2 de junio de 1941,
que sustituye al primer estatuto de los judíos de octubre de 1940, vuelve su
situación aún más precaria. Supone el preludio de su arresto, internamiento y
deportación a los campos de exterminio nazis.
La partida de bautismo de los Némirovsky no les resulta de
ninguna utilidad. No obstante, la pequeña Denise hace la primera comunión.
Cuando llevar la estrella judía se vuelve obligatorio, asiste a la escuela
municipal con la estrella amarilla y negra, bien visible, cosida sobre el
abrigo. Tras haber residido un año en el hotel, los Némirovsky por
fin encuentran una amplia casa burguesa para alquilar en el pueblo.
Iréne, muy lúcida, no tiene ninguna duda de que el desenlace de
los acontecimientos será trágico. Pese a ello, escribe y lee mucho. Todos los
días, después del desayuno, sale de casa. En ocasiones camina hasta diez
kilómetros antes de encontrar un lugar que le convenga. Entonces se pone a la
tarea. Vuelve a salir a primera hora de la tarde, después de comer, y no
regresa hasta el anochecer. Desde 1940 hasta 1942, Editions Albin Michel y el
director del periódico antisemita Gringoire
aceptan publicar sus novelas cortas con dos seudónimos: Pierre Nérey y Charles
Blancat.
Durante 1941 y 1942, en Issy- l'Évêque, Iréne Némirovsky,
que al igual que su marido lleva la estrella amarilla, escribe La vida de Chejov y Las moscas del otoño, que no se publicará hasta la primavera de
1957, y emprende un trabajo ambicioso, Suite
francesa, a la que no tendrá tiempo de poner la palabra «fin». La obra
comprende dos libros. El primero, Tempestad
en junio, se compone de una serie de cuadros sobre la debacle. El segundo, Dolce, fue escrito en forma de novela.
Como de costumbre, empieza por redactar notas sobre el
trabajo en curso y las reflexiones que le inspira la situación en Francia.
Elabora la lista de sus personajes, los principales y los secundarios, comprueba
que los haya utilizado a todos correctamente. Sueña con un libro de mil páginas
compuesto como una sinfonía, pero en cinco partes, en función de los ritmos y
las tonalidades. Toma como modelo la
Quinta Sinfonía de
Beethoven.
El 12 de junio de 1942, pocos días antes de su arresto, duda
que logre acabar la gran obra emprendida. Ha tenido el presentimiento de que le
queda poco tiempo de vida. No obstante, continúa redactando sus notas,
paralelamente a la escritura del libro. Titula esas observaciones lúcidas y
cínicas Notas sobre la situación de
Francia. Demuestran que Iréne Némirovsky no se hace ninguna ilusión sobre
la actitud de la masa inerte, «aborrecible», de los franceses con respecto a la
derrota y el colaboracionismo, ni sobre su propio destino. ¿Acaso no escribe,
encabezando la primera página?:
Para levantar un peso tan enorme,Sísifo, se necesitaría tu coraje.No me faltan ánimos para la tarea,mas el objetivo es largo y el tiempo, corto.
Estigmatiza el miedo, la cobardía, la aceptación de la humillación,
de la persecución y las masacres. Está sola. En los medios literarios y
editoriales, raros son los que no han optado por el colaboracionismo. Todos los
días acude al encuentro del cartero, pero no hay correo para ella. No trata de
escapar de su destino huyendo, por ejemplo, a Suiza, que acoge con parsimonia a
judíos procedentes de Francia, sobre todo a mujeres y niños. Se siente tan
abandonada que el 3 de junio redacta un testamento en favor de la tutora de sus
hijas, a fin de que ésta pueda cuidar de ellas cuando su madre y su padre hayan
desaparecido. Da indicaciones precisas, enumera todos los bienes que ha logrado
salvar y que podrán aportar dinero para pagar el alquiler, calentar la casa,
comprar un horno, contratar a un jardinero que se ocupe del huerto, que
proporcionará verduras en aquel período de racionamiento; da la dirección de
los médicos que atienden a las niñas, fija su régimen alimentario. Ni una
palabra de rebeldía. La simple constatación de la situación como se presenta.
Es decir, desesperada.
El 3 de julio de 1942 escribe: «Desde luego, y a menos que
las cosas duren y se compliquen aún más, ¡que todo acabe, bien o mal!» Ve la
situación como una serie de violentas sacudidas que podrían acabar con su vida. El 11 de julio trabaja en el pinar, sentada sobre su jersey
de lana azul, «en medio de un océano de hojas podridas y empapadas por la
tormenta de la pasada noche como sobre una balsa, con las piernas dobladas bajo
el cuerpo». Ese mismo día escribe a su director literario en Albin
Michel una carta que no deja ninguna duda sobre su certeza de que no
sobreviviría a la guerra que los nazis habían declarado a los judíos: «Querido
amigo... piense en mí. He escrito mucho. Supongo que serán obras póstumas, pero
ayuda a pasar el tiempo.»
El 13 de julio, los gendarmes franceses llaman a la puerta
de los Némirovsky. Van a detener a Iréne. Es internada el 16 de julio en el
campo de concentración de Pithiviers, en el Loiret. Al día siguiente la
deportan a Auschwitz en el convoy número 6. Tras ser recluida en el campo de
exterminio de Birkenau, debilitada, pasa por el Revier y es asesinada el 17 de agosto de 1942.
Tras la marcha de Iréne, Michel Epstein no ha comprendido
que el arresto y la deportación significan la muerte. Todos los días aguarda su
regreso, y exige que pongan su cubierto en la mesa en cada comida. Desesperado,
se queda con sus hijas en Issy-l'Évêque. Escribe al mariscal Pétain para
explicar que su mujer tiene una salud delicada, y solicita permiso para ocupar
su lugar en un campo de trabajo.
La respuesta del gobierno de Vichy será el arresto de Michel
en octubre de 1942. Lo internarán en el Creusot y luego en Drancy, donde su
anotación de registro indica que le confiscaron 8.500 francos. Será a su vez
deportado a Auschwitz el 6 de noviembre de 1942, y ejecutado al llegar.
Apenas hubieron arrestado a Michel Epstein, los gendarmes se
presentaron en la escuela municipal para apoderarse de la pequeña Denise, a la
que su maestra logró esconder en el reducido espacio que quedaba entre su cama
y la pared. Lejos de desanimarse, los gendarmes franceses perseguirán
obstinadamente a las dos niñas, buscándolas por todas partes para hacerles
correr la misma suerte que a sus padres. Su tutora tendrá la presencia de ánimo
de descoser la estrella judía de las ropas de Denise y ayudar a las dos
chiquillas a cruzar Francia clandestinamente. Pasarán varios meses ocultas
primero en un convento y luego en sótanos en la región de Burdeos.
Tras haber perdido la esperanza de ver regresar a sus padres
después de la guerra, buscaron la ayuda de su abuela, que había pasado aquellos
años en Niza rodeada de las mayores comodidades. Pero ésta se negó a abrirles
la puerta y desde el otro lado les gritó que si sus padres habían muerto debían
dirigirse a un orfanato. Murió a la edad de 102 años en su gran piso de la
avenida Président-Wilson.
En su caja fuerte no encontraron otra cosa que dos libros de
Iréne Némirovsky: Jézabel y David Golder
La historia de la publicación de Suite francesa en muchos aspectos recuerda un milagro; merece ser
contada.
En su huida, la tutora y las dos niñas se llevaron consigo
una maleta que contenía fotos, documentos de la familia y este último
manuscrito de la escritora, redactado con letra minúscula para economizar la
tinta y el pésimo papel de guerra. Iréne Némirovsky había trazado en aquella
postrera obra un retrato implacable de la
Francia abúlica, vencida y ocupada.
La maleta acompañó a Élisabeth y Denise Epstein de un
refugio precario y fugaz a otro. El primero fue un internado católico. Sólo dos
religiosas sabían que las niñas eran judías. Habían puesto un nombre falso a
Denise, pero no conseguía acostumbrarse, y en clase la llamaban al orden porque
no respondía cuando la nombraban. Entonces, los gendarmes, que seguían
ensañándose y no encontraban nada más importante que hacer que entregar a dos
niñas judías a los nazis, recuperaron su pista. Tuvieron que abandonar el
internado. En los sótanos donde pasó varias semanas, Denise contrajo una
pleuritis; los que la ocultaban, al no atreverse a llevarla a un médico, le
administraron por todo tratamiento resina de pino. A punto de ser descubiertas,
tuvieron que huir de nuevo, con la preciosa maleta siempre preparada para una
emergencia. La tutora ordenaba a Denise antes de subir a un tren: «¡Esconde la
nariz!»
Denise había salvado el precioso cuaderno. No se atrevía a
abrirlo, le bastaba con verlo. No obstante, una vez trató de conocer su
contenido, pero le resultó demasiado doloroso. Pasaron los años. Junto con su hermana Élisabeth, convertida en directora
literaria con el nombre de Élisabeth Gille, tomó la decisión de confiar la
última obra de su madre al Institut Mémoire de l'Édition Contemporaine, con el
fin de salvarla.
Sin embargo, antes de separarse de ella decidió
mecanografiarla. Con la ayuda de una gruesa lupa emprendió entonces una larga y
difícil labor de descifrado. Finalmente, Suite
francesa fue introducida en la memoria de un ordenador, y retranscrita una
tercera vez en su estado definitivo. No se trataba, como ella había pensado, de
simples notas, de un diario íntimo, sino de una obra violenta, un fresco
extraordinariamente lúcido, un sobrecogedor retrato de Francia y los franceses
en aquella encrucijada: rutas del éxodo; pueblos invadidos por mujeres y niños
agotados, hambrientos, luchando por la posibilidad de dormir en una simple
silla en el pasillo de una posada rural; coches cargados de muebles y enseres,
atascados sin gasolina en medio del camino; grandes burgueses asqueados por el
populacho y tratando de salvar sus chucherías; prostitutas de lujo despachadas
por sus amantes, que tenían prisa por abandonar París con su familia; un cura
conduciendo hacia un refugio a unos huérfanos que, liberados de sus
inhibiciones, acabarán por asesinarlo; un soldado alemán alojado en una casa
burguesa y seduciendo a una mujer joven ante la mirada de su suegra. En este
cuadro desconsolador, sólo una pareja modesta, cuyo hijo ha resultado herido en
los primeros combates, conserva su dignidad. Entre los soldados vencidos que se
arrastran por las carreteras, en el caos de los convoyes militares que llevan a
los heridos a los hospitales, intentarán en vano encontrar su pista.
Cuando Denise Epstein confió el manuscrito de Suite francesa al conservador del IMEC,
experimentó un gran dolor. No dudaba del valor de la última obra de su madre,
pero no se la dio a leer a un editor, pues Élisabeth Gille, su hermana, ya
gravemente enferma, estaba escribiendo El
mirador, una magnífica biografía imaginaria de aquella a quien no había
tenido tiempo de conocer, pues sólo tenía cinco años cuando los nazis la
asesinaron.