Hace muchos años ya que leí "La sombra del viento", best-seller donde los haya y, como buen best-seller también, de fácil olvido. Aunque apenas recuerdo la trama sí que recuerdo que me gustó, lo bastante como para ahora, después de tanto tiempo, adentrarme en la segunda entrega de la trilogia y quién sabe, si con un poco de tiempo y suerte, en la tercera.
Intriga, romance y tragedia. David Martín, un joven que vive de escribir novelas de misterio bajo seudónimo, recibe una oferta de un extraño editor. A partir de ahí se ve envuelto en una trama de ambiciones ocultas y crímenes que conducirán al lector hacia un final insospechado y exultante.
Intriga, romance y tragedia. David Martín, un joven que vive de escribir novelas de misterio bajo seudónimo, recibe una oferta de un extraño editor. A partir de ahí se ve envuelto en una trama de ambiciones ocultas y crímenes que conducirán al lector hacia un final insospechado y exultante.
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"Aquella tarde, escondido bajo la ropa para que no lo
viese mi padre, me llevé a mi nuevo amigo a casa. Aquél fue un otoño de
lluvias y días de plomo durante el que leí 'Grandes esperanzas' unas
nueve veces seguidas, en parte porque no tenía otro a mano que leer y en
parte porque no pensaba que pudiese existir otro mejor, y empezaba a
sospechar que don Carlos lo había escrito sólo para mí. Pronto tuve el
firme convencimiento de que no quería otra cosa en la vida que aprender a
hacer lo que hacía aquel tal señor Dickens.
Una madrugada desperté de golpe sacudido por mi padre, que volvía de
trabajar antes de tiempo. Tenía los ojos inyectados en sangre y el
aliento le olía a aguardiente. Le miré aterrorizado, y él palpó con los
dedos la bombilla desnuda que colgaba de un cable.
–Está caliente.
Me clavó los ojos y lanzó la bombilla con rabia contra la pared. Estalló
en mil pedazos de cristal que me cayeron en la cara, pero no me atreví a
apartarlos.
–¿Dónde está?– preguntó mi padre, la voz fría y serena. Negué, temblando.
–¿Dónde está ese libro de mierda?
Negué otra vez. En la penumbra apenas vi venir el golpe. Sentí que
perdía la visión y que me caía de la cama, con sangre en la boca y un
intenso dolor como fuego blanco ardiendo tras los labios. Al ladear la
cabeza vi lo que supuse eran los trozos de un par de dientes rotos en el
suelo. La mano de mi padre me agarró por el cuello y me levantó.
–¿Dónde está?
–Padre, por favor...
Me lanzó de cara contra la pared con todas sus fuerzas y el golpe en la
cabeza me hizo perder el equilibrio y desplomarme como un saco de
huesos. Me arrastré hasta un rincón y me quedé allí, encogido como un
ovillo, mirando cómo mi padre abría el armario y sacaba las cuatro
prendas que tenía y las tiraba al suelo. Registró cajones y baúles sin
encontrar el libro hasta que, agotado, regresó a por mí. Cerré los ojos y
me encogí contra la pared, esperando otro golpe que nunca llegó. Abrí
los ojos y vi que mi padre estaba sentado en la cama, llorando de
asfixia y de vergüenza. Cuando vio que le miraba, salió corriendo
escaleras abajo. Escuché el eco de sus pasos alejarse en el silencio del
alba, y sólo cuando supe que estaba lejos me arrastré hasta la cama y
saqué el libro de su escondite bajo el colchón. Me vestí y, con la
novela bajo el brazo, salí a la calle.
Un lienzo de bruma descendía sobre la calle Santa Ana cuando llegué al
portal de la librería. El librero y su hijo vivían en el primer piso del
mismo edificio. Sabía que las seis de la mañana no eran horas de llamar
a casa de nadie, pero mi único pensamiento en aquel momento era salvar
aquel libro, y tenía la certeza de que si mi padre lo encontraba al
volver a casa lo destrozaría con toda la rabia que llevaba en la sangre.
Llamé al timbre y esperé. Tuve que insistir dos o tres veces hasta que
oí la puerta del balcón abrirse y vi cómo el viejo Sempere, en bata y
pantuflas, se asomaba y me miraba atónito. Medio minuto más tarde bajó a
abrirme y en cuanto me vio la cara todo asomo de enfado se evaporó. Se
arrodilló frente a mí y me sostuvo por los brazos.
–¡Dios santo! ¿Estás bien? ¿Quién te ha hecho esto?
–Nadie. Me he caído.
Le tendí el libro.
–He venido a devolvérselo, porque no quiero que le pase nada...
Sempere me miró sin decir nada. Me tomó en brazos y me subió al piso. Su
hijo, un muchacho de 12 años tan tímido que yo no recordaba haber oído
nunca su voz, se había despertado al oír salir a su padre y esperaba en
lo alto del rellano. Al ver la sangre en mi rostro miró a su padre,
asustado.
–Llama al doctor Campos.
El muchacho asintió y corrió al teléfono. Le oí hablar y comprobé que no
estaba mudo. Entre los dos me acomodaron en una butaca del comedor y me
limpiaron la sangre de las heridas a la espera de que llegase el
doctor.
–¿No me vas a decir quién te ha hecho esto? No despegué los labios. Sempere no sabía dónde vivía y no iba a darle ideas.
–¿Ha sido tu padre?
Desvié la mirada.
–No. Me he caído.
El doctor Campos, que vivía a cuatro o cinco portales de allí, llegó en
cinco minutos. Me examinó de pies a cabeza, palpando los moretones y
curando los cortes con tanta delicadeza como pudo. Estaba claro que le
quemaban los ojos de indignación, pero no dijo nada.
–No hay fracturas, aunque sí unas cuantas magulladuras que durarán y
dolerán unos días. Esos dos dientes habrá que sacarlos. Son piezas
perdidas y hay riesgo de infección.
Cuando el doctor se marchó, Sempere me preparó un vaso de leche tibia con cacao y observó cómo me lo bebía, sonriendo.
–Todo esto por salvar 'Grandes esperanzas', ¿eh? Me encogí de hombros. Padre e hijo se miraron con una sonrisa cómplice.
–La próxima vez que quieras salvar un libro, salvarlo de verdad, no te
juegues la vida. Me lo dices y te llevaré a un lugar secreto donde los
libros nunca mueren y donde nadie puede destruirlos.
–¿Qué lugar es ése?
Sempere me guiñó el ojo y me dedicó aquella sonrisa misteriosa que
parecía robada de un serial de don Alejandro Dumas y que, decían, era
marca de familia.
–Todo a su tiempo, amigo mío. Todo a su tiempo."
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